El guantazo feliz

La nueva generación británica anda confusa con el contraejemplo que representa sus espigados príncipes orejudos y ahora matrimoniados al impopular modo. La adusta elegancia inglesa recae sobre el tapiz de la conjugación pretérita. Carlos y Camila conforman una pareja de feos que esquivan además fallidamente los cauces de la sociabilidad a favor. Bailan a la contradanza no sólo de la modernidad sino también de las hieráticas tradiciones propias del país futbolero por antonomasia. Inglaterra decae en el reverso de los libros de Historia. La sombra entrañable de Diana es alargada sobre el cementerio de las suspicacias abiertas. En la dulce victoria de la derrota. No siempre la muerte debe considerarse un rendimiento. Y la de esta aún jovencísima presencia de nariz cuadrangular y rubio pelo corto, piernas altivas como la elevación de su estampa cara a la galería, trasluce la inmortalidad del recuerdo colectivo. Diana aún hoy día continúa desviando los dardos marrados de un desprestigio insulso y absurdo, desacreditado en el retrato de sus propugnadores.


De la boda antipática de Camila y Carlos descendemos a los infiernos de la inaceptación del pueblo. Y de la inaceptación del pueblo bajamos a la animalización de sus jóvenes. El pez que se muerde la cola del desvarío. Ha surgido una nefanda, vomitiva, espeluznante, peripatética, infausta, malintencionada, delictiva, burda, errabunda y muy denunciable práctica entre los jóvenes del sitio. Grupos tampoco demasiado nutridos, cuatro o cinco impresentables muchachotes a lo sumo, asaltan a cualquier compañero de clase o alguna otra suerte de adolescente desconocido en los medios de la calle, bajo la techumbre de la más calculada improvisación, detrás de los muros del organizado despiste para iniciar enseguida la sarta de guantazos, mamporros y estoques a quemarropa de la cobardía latente. ¿La gracia? Todo queda grabado en la pantalla de un teléfono móvil. Como la secreción de la heroicidad que marca el divertimento de la juventud. Como la etiqueta desternillante de la felicidad en el sufrimiento ajeno. Como el crecimiento de una sociedad avalada por el sadismo de los sentimientos, por la rotura de retórica del respeto en el prójimo, como el empacho de la carcajada maquiavélica, como los derroches de la destreza difamante.


Sucede además que semejantes grabaciones pasan luego a la interconexión de un género que ya hace furor entre los desalmados de marras. O sea la base sobre la que edifican el porvenir de las exquisiteces inminentes. Tamaña demencia crece en los cerebros de los mozalbetes ingleses. Perdiendo las formas de una idiosincrasia que bien ganada fama de refinamiento mantenía hasta no hace excesivos años. Si Carlos no utiliza la dimensión de sus orejeras para captar el regusto del clamor populoso, los mocitos en su imantación desoyen las normas de civismo escritas con la estilográfica de don Respeto. Numerosos alumnos han abandonado la asistencia a clase por temor a nuevos ataques. Como apresados en el sótano del miedo. Las secuelas psicológicas marcan la tristeza de los lesionados. El guantazo feliz denominan los macarras a la hazaña. Con denominación de origen del exabrupto. Qué garantía de progreso. Qué sensación de evolución humanitaria. Qué repudio me producen estas gallinas de los huevos acollonados. Qué ardor en el estómago del concordato universal. Qué arqueadas desde la distancia del atroz noticiero. Qué contrariedad, qué controversia, qué contubernio, qué convalecencia.
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Artículo publicado el 4 de mayo de 2005 en el periódico Jerez Información

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