El vecino intermitente (artículo publicado en Jerez Información el 11 de agosto de 2005)

Nunca estuve atento a las variantes del vecindario quizá porque tampoco sospeché demasiado de las posibles ocupaciones de quienes habitan a escasos metros de distancia. Resulta cuanto menos ridícula la indiferencia que proyectamos sobre estas presencias tan cercanas como intermitentes. Semejante desapasionamiento social responde a la pujanza irremisible del aislamiento comunicativo. El hombre tiende a encerrarse por veces en el habitáculo de su propio confort. En el monacato de las amplias necesidades satisfechas. Allá donde la era digital abre sucesivas pantallas al mundo del contacto cibernético y a la desinformación mediática. Dominamos el universo sepultados entre cuatro paredes. Creemos alcanzar la máxima expansión posible en los territorios de la amistad sencillamente porque el ordenador procura diálogos a priori ficticios cuando a decir verdad apenas intercambiamos saludos con los moradores limítrofes. Antaño la convivencia suplantaba dicho aislamiento como terapia de grupo incluso. La viudas no sufrían el castigo de la soledad ni los unigénitos echaban en falta la presencia de hermanos para así compartir juegos, travesuras y las relajantes riñas coronadas de mamporros a mansalva. En la denominación estriba el modus vivendi. Urbanización o Conjunto Residencial connota de por sí cierta delimitación del territorio hogareño. Antiguamente el personal habitaba en casas de vecinos cuyos patios representaban a cada instante el mejor indicio de cuantos parlamentos populares brotaban como de las chisteras de la sabiduría del corazón. Trastocando levemente la remembranza del inmortal poeta, ¿para cuántos la infancia no ha sido sino recuerdos de un patio de vecinos? Macetas que simbolizan vida, ollas pitando el destino del plato único, sonsonete de algarabía que corretea las cimeras de una felicidad pegada a las costuras del balón de la memoria, la abuela y su delantal de consentimientos y perras gordas, el corral de los escondites, las esquinas de la nostalgia, la jaula de los pajaritos cantores como sopranos del adagio del paraíso terrenal según las leyes del más valía honradez en mano que cien imperios ilegítimos volando. Y la copla. La copla como revulsivo emocional a través del hilo musical del gozo colectivo. La tertulia vespertina a la altura de una sillita por cada marco de puerta. La intimidad que enseguida aspiraba a la confesión. A la hermandad de la plática. Una parrafada para animar a Manolita. Un chascarrillo para paliar la última desgracia de Antonia, que vaya mala racha que atraviesa esta venerable anciana tan pródiga en consejos y tan desprovista asimismo de parentela. El suelo común como una tabla de ajedrez en el que jugar la partida de la supervivencia. Mucha dignidad y mucha limpieza pese a todo. Ni imaginaban la aportación del progreso, el avance de la tecnología, las comodidades del siglo XXI. Aún las lavadoras ni siquiera redobablan en el proyecto de la modernidad como los tambores lejanos de las amas de casa justamente levantadas en el pie de guerra de la merecida dedicación a su libre dispersión. Las casas de vecinos dibujaban la apertura de miras en las causas el otro. Coherencia con las circunstancias de una etapa sobremanera diferente. Años en los que menos era más. El espíritu reinante en las casas de vecinos parecía emerger de los deberes que los estatutos de las Hermandades de Semana Santa exigen como ineludibles a sus futuros cofrades: se les presumiirá por encima de todo una evidente disposición a relacionarse con el prójimo en estrechos lazos de unión y hermanamiento. La apariencia y los prejuicios apenas importaban porque poco o nada había que esconder. En las casas de vecinos acontecía como en los pueblos más nobles: no cobijaban muchos habitantes en su particular censo y a la postre todos bien que se conocían. Los tiempos nos han dotado de frialdad y egoísmo. Extraños en nuestro círculo de pretensiones. Huraños, insinceros. En la biografía color sepia abríamos los portalones de nuestro domicilo para que penetrara el aire del civismo. La ventolera de los amigos. Hoy, cuando toca la flauta de cruzarnos con el vecino en el ascensor, bendita la suerte si intercambiamos algún breve comentario a la altura de dos miradas descansadas frente a frente.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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