Una asfixiante carga de impotencia sintieron y presintieron los médicos aquella aciaga tarde del 3 de septiembre de mil novecientos setenta y tres. El infortunio, la calamidad, los coágulos de la malaventura, los designios divinos, cayeron y descendieron por las bravas –casi a quemarropa- hacia los abismos de la tragedia… La sonrisa se tornó grito, espasmo, quietud, dique seco. Y hubo un bolígrafo verde esperanza que, astillado ya por el golpe, saltó –crepitante- como un estertor de la nada. Y habia una sotana tendida en el suelo. Flor sesgada: "Sic transit gloria mundi": Así camina –como una gigantea caprichosa- la gloria del mundo.
Así se moldura los espectros de lo inesperado. Así se rotula la faramalla, el bullebulle, el suspense del fin de nuestros días.
Acontecio todo en un pispas. En el santiamen de la fuerza del sino. Una muy modesta motocicleta de sacerdote jesuita –de corazón tan bueno y ternísimo como el mismo pan de Dios- se encaminaba –tenaz y siempre risueña- al servicio del más necesitado. Dos ruedas en el gira/gira de la fraternidad sin distancias. Dos ruedas cumpliendo y cumplimentando la rutina diaria. Dos ruedas como la noria del Evangelio andante. Dos ruedas como el milagro candeal del amor al prójimo.
Ocurrió hace ya la friolera de casi cuarenta años. Una calle cualquiera de Sevilla todavía aplanada por el solano de la canícula. Signo y viento de la hora -¿verdad don José María Pemán?- que aquella tarde tiñó de drama la contradanza de lo absurdo. Sol y son de vida como anticipo de sombra y comba acunada entre el visto y no visto –entre el ser o no ser-, entre la fugacidad y la caducidad de nuestro yo…
Y el funesto destino de un camión cargado de vigas de hierro y el frenazo sin ton ni son, y la suerte otra vez cargada por el diablo, y el zarpazo de un crujido seco, y la motocicleta que se empotra –de hoz y coz- en la trasera del camión y el lamento del verso roto de nuevo describiendo y rescribiendo las glosas –ennegrecidas como una ceniza de brisa y espuma- del discípulo de Cristo malogrado, -apresado y aprensado-, atrapado y maniatado en las trenzas de la Parca.
Nada pudieron hacer los efectivos sanitarios…
Tenía la femoral atravesada, perforada, traspasada de parte a parte como si la cornamenta de un toro, de un morlaco trashumante y traicionero –negro como el acecho de la muerte- hubiese sembrado de sangre y arena –las hubo: sangre y arena-, hubiese sembrado, sí, el asfalto del “supremum vale” (del adiós para siempre),
… de la metáfora hiperbólica de un imposible, de las lagrimas del contrarreloj con agujas de testamento vitalicio: la víctima –mirada clara, expresión celeste- que respondía al nombre de Pedro Guerrero yacía ya moribundo sobre la autopista hacia el cielo de aquel accidente que musitó en sus labios las últimas y clementes palabras del santo que todo lo perdona, que todo lo moldea en los hornos de la misericordia: “El conductor, el camionero, no ha tenido la culpa, no ha tenido la culpa. La culpa ha sido mía, sólo mía”.
No cupo entonces mayor grandeza cristiana en menor timbre de voz. Ya ven ustedes cómo las gastaba Pedro Guerrero. Absolviendo, perdonando –amando a mansalva- incluso cuando la pérdida del conocimiento alumbraba sin embargo –y sin ambages- el ambivalente portalón de la gloria.
Y Sevilla se cubrió de luto, como de luto se cubriese Jerez, el Puerto de Santa María, la piedad popular, el fragor de un lloro colectivo y la entera Iglesia Universal. Enmudecieron los tímpanos del Hondo Sur. Enmudecieron, en efecto, de dolor… De dolor pero no de olvido, nunca jamás de olvido…
Hete ahí, hete aquí, el leit motiv del acto que hoy nos congrega. Combatir a machamartillo los empujes, las embestidas de la amnesia colectiva. España es un país dado al olvido. No por cainita –que también- sino por indolente. Lo descubro por veces mientras –de un tiempo a esta parte- vengo profundizando, verbigracia, en el trabajo que sustentará mi próximo discurso de ingreso en la Real Academia de San Dionisio de Ciencias, Artes y Letras y cuya temática, el binomio Jerez/Pemán: entre el Cerro y el cielo, me husmea y me esclarece la tremebunda injusticia, valga el ejemplo a bote pronto, concedida por los progres del discurso dominante –lagarto, lagarto- a la aportación intelectual –en todas las acepciones del término- de un autor gaditano/jerezano que renovó e incluso reinventó la prosa periodística, la moral como proceso en marcha y la modernidad de continuo bañada en la claridad sin ufanías y sin jactancias de postín.
Unámonos, por ende, contra el enterramiento de la memoria. Homenaje post mortem versus desmemoria. El Grupo Romero Caballero mantendrá en lo sucesivo el merecido tributo dedicado a otras personalidades de relumbrón así como las Hermandades de las Cinco Llagas –a la que me honro pertenecer- y Amor y Sacrificio harán lo propio año tras año con estas sesiones dedicadas a la estela, a la tesela, del padre Guerrero…
Fue Pedro como un lirio nunca pávido en los jardines de la empatía. Niégate a ti mismo, coge la cruz del servicio a los demás, de la vida sencilla según el otro, y sígueme…
Hablar a vuela pluma de Pedro Guerrero no es sino escamotear la finitud de nuestra dialéctica. Hoy nos acompañan expertos en la ascética del alma de quien se dejó la vida y –fíjense- también la muerte a favor del hermano. Qué ejemplo para propios y ajenos, para cofrades y camaradas, para derechas e izquierdas, para sirios y troyanos…
Para él, para Pedro, la medida del amor era el amor sin medida. ¡Qué torrencial fecundidad de hombre según Dios! Hoy –aquí y ahora, in situ e ipso facto- regresa Pedro Guerrero para entregarnos el nihil obstat, el plácet y el visto bueno de un recuerdo. De un recuerdo que es -ya para siempre- fermento de eternidad.