La luminaria de la mirada interior

Las desgracias nunca vienen solas. Abyssus abyssum invocat. No me quedo alicorto ni contrito en la afirmación. Engolfarse en los minuetos de la euforia equivale a rastrear una tentativa siempre ilusoria. La vida está sustentada por el trípode de las alegrías –por lo común prefabricadas a partir de nuestras insondables búsquedas- y por los arrabales de los infortunios –cuya tronera suena siempre a sus anchas sin encomendarse ni a Dios ni al diablo- y por la sementera la cotidianidad –esa arquitectura de continuo inconclusa que se expande y se dispersa a la chita callando-. Alegrías, infortunios y cotidianidad sueldan la prófuga aritmética de nuestra existencia. Cuando el mes de diciembre –sus postrimerías- exige el recuento y la enumeración del año ido solemos andarnos por los ramajes de la sordina. No entramos a saco en la harina del costal de la autocrítica. Instituimos el pasapalabra de los tópicos, la mensajería prefabricada y los venturosos deseos del próspero año nuevo. Pero las herramientas del análisis han de actualizarse en el afilador de la propia honestidad. Un calmoso ejercicio de introspección no resulta pretencioso (sino todo lo contrario: comporta modestia a raudales). Podremos sumergirnos en el rompeolas de una palabrería sin ton ni son, en el anual y manido y por veces repetitivo balance de lo acontecido en la travesía de los últimos –o, por mejor decir, penúltimos- doce meses. Mas si aparcamos la luminaria de la mirada interior, nada obtendremos. No nos obcequemos machaconamente en las diatribas de la realidad circundante y propendamos –como la llave a la cerradura y como la cerradura a la intimidad- al repaso del yo. Con las miras puestas en un único fundamento: ser mejor persona.  

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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