Necrológicas 2012 (IV): Tony Leblanc: fin de la primera parte

La España de los 50 encontró al sesgo un galán simpático y colorista para la gran pantalla. La España de los 50 se equiparaba a una sucesión de correlativos menoscabos. La España de los 50 asentaba su linealidad en los movedizos resortes de la esperanza. ¿Esperanza en el boom turístico y en el burbujeo económico de la década prodigiosa? La gente sencilla no era vocinglera sino cantarina: todos los balcones entonaban –como una afinación a flor de geranios, como una sinfonía de gargantas frescas y almidonadas-  la Lola se va a los puertos de Juanita Reina. La Lola se va por los mares, pero no murmuren por que vaya sola… Entonces el cine –‘Tres de la Cruz Roja, ‘El tigre de Chamberí’, ‘Las Chicas de la Cruz Roja’, ‘El día de los enamorados’- lindaba con el invicto deseo popular de la amabilidad. Al contrario del título de la hercúlea película protagonizada por Pelé en 1981, el cine de la posguerra española no significaba evasión o victoria –a elegir según bandos e ideologías- sino ambas efugios a la misma vez: una evasión y una rotunda victoria en pro de la distracción de los procomunes y los bienaventurados. La industria del séptimo arte  rechazaba de raíz cualquier suerte de sensacionalistas guiones que dieran pábulo a la doble interpretación o a la lectura entre líneas: la censura entonces actuaría por las bravas y a bocajarro. Sin contemplaciones, sin observaciones, sin variaciones. Si el cine del franquismo –Cesáreo González y sus productos siempre a vista de pájaro de un ruiseñor en las cumbres- restituía el experimentalismo escenográfico y aminoraba el indemne e indómito ejercicio del pensamiento llamémosle intelectual, tampoco el país, tampoco el pueblo, tampoco los españoles corrientes y molientes de andar por casa, anhelarían otra búsqueda que la mera distracción, el asentamiento ramplón en la risa fácil y los apegos siempre fecundos a la comedia pretendidamente romanticona. No estaba el horno para mayores disquisiciones vanguardistas en la sala oscura del cine de barrio. Tony Leblanc cumplía a rajatabla –comedidamente inclusive- su papel de chico tierno, flacucho, sentimental, ora despistado ora deslumbrado, eléctrico de diálogo, ajeno a toda clase de vítores, torpón y concercano, calco del ciudadano medio de entonces –sin una perra gorda ladrando en los bolsillos y por el contrario emergiendo desde la tripa una hambruna de estómago punto menos que sinfónica-. A mí como actor nunca me ha convencido. Menos todavía rebasada ya aquella funcionalidad interpretativa de la España en blanco –como la camiseta de Gento- y negro –como los angelitos de Machín-. A partir de entonces los rumbos de la cinematografía hispana demandarían otras capacidades interpretativas y otros niveles en los flujos narrativos (Fernando Rey, José Bódalo, Fernando Fernán Gómez). Pero Leblanc fue enseña de una época –idéntico caso de Manolo Gómez Bur- y ya no volvimos a registrarlo en la memoria colectiva hasta una indefinible –por talentosa- actuación en el programa televisivo de fin de año de mediados los setenta. Vendió –andando, irremisibles, las leguas del tiempo- fascículos de ‘El Jabato’ y tiras del ‘TBO’ en la teleserie ‘Cuéntame’. Leblanc no se reinventó cuando “el cine para un imperio” ya quedó archivado en las monocordes alacenas del anacronismo. Quizá porque ancló su fidelidad a la clásica factura del cómico por antonomasia. Rehusó el registro dramático en pro de un encasillamiento predeterminado. Valga decir: apostó doble contra sencillo por la comicidad del humorista súbito y prevenible. Por el actor amigo de la práctica totalidad. Por identificarse con el ser de cercanías. Ya lo propuso personalmente para su propio epitafio: ‘Aquí yace un cómico. Fin de la primera parte’.

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