Ha muerto Antonio Berro, ex Hermano Mayor de la Hermandad de Loreto

El hombre no tiene descanso hasta que descansa en Dios. Lo dijo -con suntuaria calma- Swami Sivananda. Para mí tengo que Antonio Berro se apegó a la vida –porque la amaba sin melindres- cuando la muerte husmeó en su organismo con olfato depredador. El primer asomo -la primera hospitalización, el primer arrechucho- aconteció hará cosa de tres años sobre poco más o menos. Fue un banderillazo a traición. Un calambrazo imprevisto que se aprovisionó de toda clase de complicaciones médicas. Esa enfermedad, esa asechanza, ese desarreglo. Lo tumbó inclementemente. Oscureció la salud del bueno de Antonio como se oscurecen a veces los merodeos de la esperanza. De entonces acá anduvo demasiado tocado del ala, pachucho en su apagamiento sin diagnósticos retroactivos. Fue un hombre de Hermandad –de cultos semanales, de persistente aplicación, de cargos de Junta que coronaría con un mandato como Hermano Mayor-. De tesorerías a la antigua usanza: mucha lotería por vender y por distribuir y por redistribuir para cuadrar los escasos ingresos de las arcas de la cofradía. Pausado y sereno como el ajardinamiento de un recuerdo balsámico. Ha fallecido cuando paradójicamente retomaba el vuelo. ¿El vuelo hacia la salud a medias recobrada o con estación en los cielos de su Reina de San Pedro? Nadie ni incluso él supo descifrar el escrutinio del siempre indómito destino. Este párrafo es el punto y seguido de una necrológica que aún no he escrito. Porque esta noche escasean en mi derredor dos de las más palmarias virtudes de Antonio: tiempo y perseverancia.

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