Sin empacho puedo apostillar a pies juntillas que Alfonso Grosso –tan injusta y cainitamente olvidado- es uno de los más excelsos novelistas del siglo XX. La estética de su barroco propulsa incluso in extremis una forja del lenguaje propia de escritores capacitados para la oferente reconstrucción sistemática de la realidad. Ya nadie –o apenas nadie- escribe con semejante potencia verbal. Un mercadillo solidario de la Calzada de Sanlúcar de Barrameda me ha conducido a su novelón ‘La Buena Muerte’, finalista del Premio Plantea 1976. Nunca como ahora la inversión de un euro pudo devolverme tanta riqueza (literaria). Su lectura –el fanal prosístico de sus retentivas páginas- constituye el mejor chapuzón agosteño. Ya saben: intelligenti pauca. Al inteligente, pocas palabras bastan.