Artículo Domingo de Ramos publicado en Diario de Jerez

Bajo el ciprés de los cofrades muertos

La justicia –también la cofradiera- rivaliza con la amnesia colectiva –esa infausta desmemoria que a menudo, como un luciferino aquelarre de borrones claudicantes, se embosca en lo baladí, en la indolencia por ósmosis, en la (supina) ignorancia de nuestra inmaterial y por veces vaporosa intrahistoria humana local-. ¿Es el armónico submundo de las cofradías –y sus consiguientes guarniciones de vaivenes oficiantes- el más conductivo ejemplo del olvido como condición sine que non? ¿Por qué motivo nos alejamos a tontas y a ciegas de la alargada sombra del ciprés (Miguel Delibes dixit) que empina a la cenital cumbre el legado –siempre rubricado con nombres y apellidos- de quienes nos precedieron? ¿A qué ton nuestra alergia –sibilante alergia- al mantenimiento incólume de hombres que ayer fueron haz de la metáfora viviente de nuestras cofradías y hoy –ya enterrados bajo la sepultura de la omisión- ni siquiera envés de la metonimia de su permanente recuerdo?

El cristal iridiscente de la iniquidad –porque iniquidad es la negación de nuestros ancestros- a veces únicamente observa bronces destemplados. Y por esta nobilísima razón –en contradanza- pretende quien suscribe abocetar esta semana unos articulillos reivindicadores sobre el terso hule del papel prensa. Lo confieso a pies juntillas: soy dado a desenterrar la azul reseña a menudo enmudecida y enmohecida de los cofrades de entonces. Estamos obligados a recalcar en letras bastardillas –a rescatarlos de los sotabancos rotulares de la Parca- aquellos miembros siempre insignes del censo del ayer nunca marchito. Quién fue quién –oficial u oficiosamente- en esta Semana Santa que asimismo será seducción de la luz, sic transit gloria mundi, sincrónico revolutum sacramental de la nostalgia, encendido discurso de venturas y desventuras y divagaciones…

Jaime Campmany decía que a él, toda vez difunto César González-Ruano, los muertos se le daban como a nadie (aludiendo a su incluso mayestática facilidad para redactar necrológicas muy bien plumeadas). Para mí tengo que a los cofrades de Jerez, así fallezcan cualquiera de nuestros iguales, debemos alzar sin dilación y sin broncos incisos y sin digresiones las pancartas de esas siderales manifestaciones de fe cuyos referentes descansan hoy sobre la sempiterna geometría de la Gracia Infinita. Porque, como leemos en la novela que obtuvo el premio Fernando Lara 2006, estamos llamados –ay, marasmo de dejaciones- a contagiarnos de las “lecciones que da la muerte a la vida…”.

Nuestros cofrades muertos constituyen el sanctasanctórum que nos retroalimenta el paladar de la trascendencia. Ese sucesivo glissando de generación en generación que engarza el continuum de la realidad intangible e inquebrantable e inextinguible de una corporación nazarena. No caigamos tan pusilánimemente en la relegación de la nómina de los nazarenos y de los costaleros idos. ¿Tan poco integradores somos? Una cofradía como Dios manda -¡y comanda!- también está totalizada por los ángeles y los duendes de los espíritus que de continuo regresan. ¿O acaso esta noche, moldurado además por el cuarenta aniversario de su facundo propósito incluso personal, no volverá mi querido José Alfonso Reimóndez López ‘Lete’ a las trabajaderas de madera y bruma del paso dorado de la Virgen de las Angustias? ¿Quién osa demostrarme lo contrario?




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