Fallece Juan de la Plata: ningún día sin línea escrita

Cela –con su mansa y carpetovetónica garra de oso asida a la estilográfica- sentenció –entonando la engolada voz del académico precoz- que ningún día sin línea escrita. Su discípulo –letraherido de frío invernal y sin embargo alta temperatura metafórica- Francisco Umbral no concebía el significativo oficio del escritor fuera de las veinticuatro horas del día. Así imaginaba yo cotidianamente  a Juan de la Plata: en el huecograbado del tecleo diario. Acariciando su vieja máquina del alfabeto al hilo del pensamiento –del dato insurrecto al fin hallado- mientras apostaba doble contra sencillo a favor de la  machadiana fórmula del camino en marcha, de la obra acumulativa, como la vida a menudo grávida del periodista a ultranza y asimismo a la antigua usanza. Juan de la Plata era más polifacético que poliédrico: redacción clara como el plateresco de una tarde antigua y nunca vetusta. En su bastón de madera tallada con primor de tallista anónimo, clásico y no clasista, sustentaba la sabiduría del autodidacta: esa intelectualidad que jamás permite el impasse del eventual descanso anodino. Trabajador –oh témpora- cuya tenacidad se batía en duelo con el minutero del reloj. Creador indómito de la Cátedra de Flamencología a sabiendas de la trascendencia del legado de generación en generación. Su periodismo constante destacaba no por decantación sino por demarcación. Jerezano de pura canela en rama. Su enfermedad fue menguando a bocajarro el activismo de la concatenación de palabras. Juan o el jerezanismo de colectiva lectura matutina. La remembranza del ayer recobrado. El testamento de sus libros revive –como un legado de inmortalidad que sigue abriendo brecha- en los estantes de las bibliotecas particulares, domésticas, de esta ciudad hoy empapada de lágrimas derramadas a compás.


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