Cuando Villamarta ríe a mandíbula batiente







Crítica del espectáculo teatral ‘Dos hombres solos… sin punto com ni ná’

Texto: Marco A. Velo. MAV-Comunicación. Agencia de Comunicación y Gestión Cultural.

Fotografías: Félix Ramos. Ramoscomunicaciones.com 

Pongámonos serios para escribir sobre la risa –ese bálsamo de fontana incontenible-. El humor suministra lenitivos a la argamasa del alma. No existen situaciones límites en su tótum revolútum ajenas a los propios alivios psicológicos que acarrea –que hubo de acarrear- desde la más remota noche de los tiempos. El humor –en su axiomático cultivo- siempre se desboca en todas las variantes de la causa/efecto. En el apogeo de la transmisión interpersonal. Villamarta ha reído a mandíbula batiente. De la mano de un artista poliédrico y polifacético que ha regresado –como fortalecido hijo pródigo- sabiéndose ya profeta en tierra natal. Manolo Medina –actor, cantante, guionista, humorista…- y su alter ego, la otra mitad de su única vertiente, su limítrofe destino, su fuerza dual, su vibrante equilibro artístico: Javier Vallespín. Ambos, de la mano y al alimón, celebraron en el coliseo jerezano –con una función memorable y entrañable a partes iguales- el quince cumpleaños de la obra teatral ‘Dos hombres solos… sin punto com ni ná’.

Ha llovido mucho desde los primigenios tanteos de esta propuesta escénica concebida entonces para su acomodo en un conocido pub de la ciudad. De entonces acá han recorrido carreteras de sol a sol, a lo largo y ancho de nuestro patrio suelo, del fin al confín de los teatros españoles, arramblando con modas y modismos y manteniéndose impertérritos así los zarandeos de la tan cacareada crisis económica azotasen ferozmente los espasmódicos bolsillos de tantísimos miles de espectadores bien asentados en el patio de butacas de un espectáculo muy trabajado y de veras elaborado para extender durante casi tres horas de función -¡tres generosas y nunca onerosas horas!- la catártica sensación de espontaneidad, frescura, sabrosura, casticismo, diálogos cruzados, intensidad coloquial y chiste a la antigua usanza. O sea: una consulta médica abierta de par en par que nace con voluntad de servicio público en la receta a raudales del paliativo de la siempre desnuda sonrisa. No otro cometido asume el (cualquier) espectáculo teatral: distraer la mente de los engrasados problemas cotidianos para ipso facto transportarlos –como en un exorcismo de cachondeo fino, como en una catarsis de planteamientos descacharrantes del todo entendibles- hacia entornos y contornos de carcajada. De carcajada de andar por casa, limpia y morfológica según los latidos del humorismo andaluz.

‘Dos hombres solos… sin punto com ni ná’ ha cuajado la hazaña de su mantenimiento en cartel durante quince años. ¿Cuál es el secreto de sumario de esta heroica permanencia a pesar de los pesares de las contritas dificultades que el mundo del teatro contrae sin comerlo ni beberlo? A no dudarlo la generosidad –la densa y munificente generosidad- del repertorio humorístico. Manolo y Javier –vis cómica aparte- se muestran –extramuros la cuarta pared- de veras desprendidos con el público concurrente. Regalan incluso más pluses de lo ortodoxamente permisible. Aun a riesgo de cercenar los esbozos de futuras obras teatrales de propio cuño que sucedieran a la presente. Otros artistas acaso menos dadivosos ya hubiesen fragmentado tanta enjundia argumental en dos o tres obras próximas –sucesivas- a corto o medio plazo. No así este par de ingeniosos y rítmicos –muy rítmicos- intérpretes cuyo caudal expresivo se desborda y se chorrea de incontinencia actoral. Suman guión al texto, texto al guión, minutos al minutaje y minutaje al reloj.

‘Dos hombres solos… sin punto com ni ná’ carece de elementos efectistas. Presentación y nudo desprovisto de desenlace. ¿Final abierto? Quizá redondo, torneado, elíptico, como el fluir de la –privada- vida misma. Los humoristas no impostan la voz: optan por la dicción natural –otro acierto y otro aserto de las claves del espectáculo-. El registro lingüístico desciende, casi eléctricamente, a los deslenguados exabruptos de la necesaria y cuasi estudiada verbosidad en tono de desparpajo, crítica recíproca, reproche sarcástico, chocarrería en fluyente burla y chiste en corto. Decorado fijo, conexión entre las tablas y el patio de butacas. Argumento eminentemente verbal que abre todas las cerraduras de la imaginación. Un solo texto y mil contextos –los personajes protagonistas relatan infinidad de historietas y situaciones que nos emigran e inmigran a mundos surrealistas o verosímiles (¿o quizá surrealistas precisamente por verosímiles?)-. Destacan la gesticulación, los gestos, la expresión corporal –sobradísimos de virtudes ambos dos en este aspecto-. ‘Dos hombres solos… sin punto com ni ná’ funde y no confunde la estructura del cuadro costumbrista con los connaturales de la comedia de burlas y la comedia cómica. Entronca enseguida con la aquiescencia del público merced a su código de dobles interpretaciones –esa teoría tan filosófica como sociológica sólo emergente y constituyente a tenor de los registros del temperamento de los habitantes del Hondo Sur-.

Manolo Medina encarna al antihéroe. Su poder omnímodo recae en la traducción de un anecdotario, de un juego de palabras, de un zigzag de imitaciones y miradas calladas que todo lo manifiestan. Más que recorrer el escenario, patina por su cuadratura como veloz descodificador de cualquier distracción. La catarata de su comicidad atrapa, sin mayor dilación, en un santiamén. Javier Vallespín descolla en el tú a tú, frente a cuanto late más allá de la referida cuarta pared, como prolífico actuante capaz de cambiar –a la velocidad del rayo- de registros interpretativos. Por esta patente razón sobresalió –y de qué modo- en la destreza unipersonal del monólogo. Para quien suscribe ‘Dos hombres solos… sin punto com ni ná’ no está agotada en sí misma: de hecho constituye la columna vertebral, la idea troncal, el tintero sin fondo ni trasfondo, de un estilo, de unos personajes, de una situación caótica que, al hilo del éxito nunca adolescente de sus quince años bien cumplidos, puede y debe prolongarse en nuevas entregas a modo de saga. Imaginario existe para ello. Y un post scriptum infalible: por encima de actores a secas, de humoristas a secas, de guionistas a secas e incluso de cantantes a secas –que también entonaron con afinación los susodichos- Manolo y Javier son a todas luces… cómicos. Cómico es una profesión, una convicción y una vocación que necesariamente registran todas las anteriores –la interpretación, el humor, la imaginación, la observación de la realidad más allá de lo puramente visible, la canción, la capacidad de desdoblamiento- para fundirse en este único y alto significante. Cómicos de cuerpo entero y, en calidad de tales, recibieron al término de la función en Villamarta y de manos de Félix El Gato y de Tony Antonio  -en representación de Ashumes (Asociación del Humorismo Español)- el codiciado y prestigioso premio Sancho Panza. El DRAE –diccionario de la Real Academia Española- señala que cómico es una “actividad profesional que busca la diversión del público”. Yo añadiría a renglón seguido: “Léase, a guisa de ejemplo, Manolo Medina y Javier Vallespín”.  






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