Adaptación de la ópera de Georges Bizet
realizada por Peter Brooks y con arreglos musicales de Marius Constant.
Coproducción del Teatro Calderón de Valladolid y del Villamarta de Jerez.
Cantantes: María
Rodríguez (Carmen), Enrique Ferrer (don José), Belén López (Micaela) y José J.
Frontal (Escamillo). Actores: Joaquín Galán, Alex Peña y Pablo
Santamaría. Ensemble Arte Lírico. Dirección musical: Carlos
Aragón. Dirección de escena: Pepa Gamboa. Vestuario: Jesús
Ruiz. Escenografía: Antonio Martín. Iluminación: Juanjo
Lloréns. Coreografía: Belén Maya. Lugar: Teatro
Villamarta.
Crítica de Marco A. Velo
De nuevo –y lo que te rondaré, morena- otro nuevo lleno en el Teatro
Villamarta. Pudiera catalogarse de entendible/previsible al tenor de la
nombradía de la ópera anunciada: la siempre indómita y racial ‘Carmen’ de
Georges Bizet, de Prosper Mérimée y del patrimonio inmaterial nacional de todo
tronío carpetovetónico. No obstante paremos en barras: alguna suerte de aguda
gestión, de cimentada planificación, ha de estar realizándose en sucesivos
eslabones de aciertos para las consecutivas –y ojalá sistemáticas- entradas
abarrotadas hasta la bandera de un coliseo que ya ha presentado varios llenazos
prácticamente a poco de comenzar esta prometedora temporada 2015-2016. La
nutridísima concurrencia que pobló de este a oeste el aforo de Villamarta aquel
jueves laboral de género teatral –stricto sensu- en la representación de ‘El
hijo de la novia’ ya constituía un signo ilustrativo.
Carmen –como personaje torrencial- siempre desbroza cualquier
atisbo de calma chicha. En Villamarta plantó sus pies descalzos en la tierra de
una acentuación psicológica jamás saciada: su naturaleza de colmillo retorcido
y su sensualidad y sexualidad de femme fatale. Peter Brooks ha vigorizado el
lastre y el flujo ondulante de los descensus ad inferos de toda realidad
circundante a quien, pérfida e libidinosa, siempre ondea rodillas y tobillos al
acecho del amante en ciernes. Se nos antoja muy sugestiva la reordenación
escénica propuesta por Brooks. Subsiste una especie de poética de la nebulosa
de tonos predominantemente azules que a su vez contrasta con la endrina
–siempre más negra que su negritud- metáfora de la muerte.
El vestido monocolor –envolvente, tentador, prieto, trigueño-
de la intachable cantante María Rodríguez (Carmen), tan metida de lleno en el
personaje, es corchete abierto al lenguaje ambiental sostenible durante toda la
representación: léanse los embelecos de la violencia, los tráfagos de la
muerte, la comunal lucha por el amor permutado en odio y por el odio
transmutado en sangre de amor. ¿Carmen ducha en el obtuso oficio de jurar en
falso? ¿O una preeminencia del sexo epidérmico como marchamo del destino
acuchillado por los almacenajes de la tragedia? “Dices que me posees en vano
porque no obtendrás nada de mí”. Lucha de contrarios como precipicios
interiores de la autodestrucción. La punta del pie zigzaguea y culebrea como la
serpiente venenosa de Cupido.