Por Marco A. Velo.
Publicado en Diario de Jerez
Jaime
Balmes, en su obra ‘El criterio’, nos dice que “el arte de pensar bien no se
aprende tanto con reglas como con modelos”. Yo, querido Paco que hoy habitas en
el encristalado cielo donde el miedo no late por parte alguna, quiero tomarme
medidas –las del bien pensar- en la sastrería de tus hechuras siempre modélicas.
Hechuras no ya físicas sino aquellas otras etéreas donde de nuevo el espíritu
prevaleció sobre la carne. ¿Por qué poderosa razón, Paco, Paco Bazán Franco, todos
queremos ser como tú? ¿Qué magistral lección de vida nos ofreciste para que
ahora –en esta Cuaresma abisal y melancólica- el carmíneo color del llanto
derive (afluentemente) hacia tu mirada vivaracha, tu barbita patricia, tu
cadente dialéctica enjoyada de amor al prójimo, tu gallarda convivencia con los
sucios estertores de la enfermedad, tus mancomunadas credenciales de efímero
hombre de la tierra y de sempiterno hijo de Dios?
En
aquel ingrávido y último Miércoles Santo leíste confesionalmente y sin mayores
circunloquios –te prestó la voz tu hermano Esteban- aquella vivificante carta
abierta a la resonancia silente de un templo poblado de nazarenos anónimos. Penitentes
de negra túnica que ipso facto descruzaban los engranajes de las entendederas. Eras
tú también entonces anónimo ángel custodio traspasado por la lanza de un aciago
inminente destino. La misiva chorreaba sanguínea sudoración de tu personal
Monte de los Olivos. No utilizaste eufemismos ni envoltorios de sinonimia.
Llamaste al pan, pan y al cáncer, cáncer. A este último –agarrado como una
garrapata irrequieta a la osatura de tu ser- lo denominaste como una simple
“caricia del Señor”. ¿Cabe más pulida lección de Dios? ¿Más negación del yo y
más bonancible reconciliación con las vísperas de la buena muerte?
Un
ramito de espliego de romero se torna milagro candeal bajo la sinuosa cariátide
de los recuerdos. No sé, Paco, si definirte a golpe de metáfora in absentia o
de metáfora in praesentia o incluso desdibujarme en sinuosas teorías de la
tragedia contra natura, de la prieta
negritud del ordo artificialis o de la elegía renacentista a la manera de
obituario liberalizador. Pero ninguna de estas ardides más o menos literarias
me seduce. Porque yo ahora sólo me pregunto cómo –al menos sutilmente- puedo
parecerme a ti.