El besómetro de la devoción cristífera – Columna semanal de Marco A. Velo en Diario de Jerez


En Cuaresma, como tras el biombo de la levedad del ser, se vuelve uno incógnito de sí mismo. Principia -non sine gloria- la cuenta atrás. In illo tempore nuestro despertar adolescente crecía al son de un disco de marchas procesionales comprado en Suinve por alguno de los hermanos mayores -los de sangre y no los de cofradías de la familia-. De entonces acá el tiempo de la ceniza era signo y viento de la hora, por expresarlo en términos tan de José María Pemán.  Pronto leímos la ‘Exégesis trina’ de la obra ‘La lámpara maravillosa’ de Valle-Inclan: “El enigma bello de todas las cosas es su posibilidad para ser amadas infinitamente. El mortal que resolviese en amor todas sus acciones, volvería al estado primitivo de la naturaleza y vería el rostro de Dios”. ¿Del Dios que Jerez reconoce en el entresijo de lo siempre entrevisto? Sí. Del Dios del arte en manos de Paco Pinto Berraquero. Del Dios de la nunca errátil esbeltez en el anagrama de una plegaria muda. Del Dios que baja a la ciudad para misturar y mixturar el magma germinativo de lo bello.

La Cuaresma es (dictante) antología de nostalgias y didascalia de clámides que arpegian costeros a costeros. La Cuaresma, como cantaba el blanquecino poeta pianista, “da al sueño lo que también es del sueño”. Desmiente el enmascaramiento del timador. Ata de pies y manos al falso profeta. Desvincula la inocencia niña de la inveracidad. Afianza la virtud en la pureza cofradiera. La marcha ‘Spes nostra’, de López Farfán, llora pentagramas en el ojal de nuestra infantil chaqueta azul de escaparate de Rianal (Ricardo, Andrés y Alfredo). Circundábamos paisajes de égloga. Cumplíamos ideales a la par que preludios de primavera. Entonces no sentíamos pavor ante “la sombra acarbonada del atardecer”. Cuaresma o sintomatología del tempus fugit. En polvo te convertirás. Santiguamiento y justipreciada soledad del hecho no compartido. Se alzan doseles. Se bajan túnicas. Se alinean cirios. Se igualan hombres. Se arrodillan devotos. Se muscula la Fe.

Miércoles de Ceniza y primer viernes de marzo coinciden en la férula de la devoción popular. Apenas han transcurrido unos días de miel y encanto quietista. Sobre el escabel de la tradición se asienta el incólume bis del año anterior. Y así -erre que erre- retrospectivamente. Retorno a la esencia. Flamígero regreso a la semilla. La inquebrantable fe del pueblo sencillo. Y del intelecto del corpus humano de la ciudad como sacabrocas de todo encorsetamiento.

En San  Francisco y San Lucas el mismo Nazareno porta idéntica cruz. Se ofrecen en ceremonias de besamanos y besapié. Y cobra vigencia la frase de Henri de Lubac: “El sufrimiento es el hilo con el cual se ha tejido la tela de la alegría”. Ríos de fieles guardan cola, custodian el turno, apaciguan la impaciencia con versicular tesón. No existen redenciones malheridas. Manifestación desprovista de pancartas y amnesia histérica. Tradición no atávica. Ningún asomo de revanchismo social. Creencia que se renueva en el diafragma de la fascinación espiritual. Transfiguración coetánea cuya génesis no halla prefacio. Un beso y otro a las plantas del Nazareno de Ramón Chaveli -uno ingrávido y aún resistente, el otro ya vencido por la molicie de los pecados ajenos-. Mas… ¿cuántos besos hacia Quien naciera en el pesebre de la Plaza Mirabal? Si existiese un besómetro que midiese la cantidad de besos que reciben nuestros Cristos, los Nazarenos de Chaveli se llevarían la palma de los millares y millares de generaciones y generaciones de jerezanos de todas las edades, condiciones y épocas. La temperatura de la devoción cristífera se toma con el besómetro de los Nazarenos de Chaveli. Los más besados sin parangón por largo: el Señor de la Vía-Crucis y Jesús de las Tres Caídas. ¡Cuánto amor en la astilla del silencio!

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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