El ilustrísimo José María, Marta y el pequeño Lucas - Artículo de Marco A. Velo en Diario de Jerez




Si los sueños "erigen su rango de diamante", tal cantara el poeta barroco, la realidad ahora galvaniza un ramillete de nombres propios. Los recuerdos -los fallecimientos- inducen al quebranto. La novedad -los natalicios- por el contrario a las aristas de la plenitud. De todo ha acontecido en estos días hodiernos y palpitantes como la suntuosa naturalización del presente. En trances de arrebato -apegos y desapegos personales- revalidamos nuestra condición humana. La muerte de un amigo septuagenario u octogenario -instalado en el ocaso de su existencia- es ley natural de no siempre irrequieta aceptación. El fallecimiento de una mujer joven y madre -atrapada en las fauces del yerbazal de la enfermedad- constituye el desconcierto contra naturam -contranatural o antinatural- capaz de guillotinar todas las impotencias ajenas. La natividad de un bebé sano y sonrosado es la manifestación poética del sentido de la vida.
Tres casos que han sumado o arrancado temple a las páginas de mi tiempo recentísimo. Pongámosles -in continenti- apellidos a cada caso: su latido identificativo. Principiemos por el ilustrísimo José María Montaña Ramonet. No ha mucho, apenas un puñado de meses que hoy especulan entre sí, el Instituto de Reales de Academias de Andalucía -en una sesión sevillanísima que a todos nos puso los vellos de punta- concedía su institucional Medalla de Honor a quien fuese preclaro bibliotecario de la Real Academia de Medicina y Cirugía de Sevilla. Fue antier, como aquel que dice. Soleada mañana sabatina del mes de abril del año en curso. Representaciones de la práctica totalidad de las Reales Academias de Andalucía. El Alcázar hispalense -siempre Joaquín Romero Murube omnipresente- de bote en bote. Azuleaba la lontananza corporativa de trajes oscuros…
La afluencia masiva se correspondía a la calidad académica y humanitaria -digo bien- del homenajeado. Montaña Ramonet fue un hacedor de cultura desde parámetros de servicio y quizá excesiva humildad interior. Causa justa a la lírica hora del mediodía. "Si me emociono leyendo estos torpes folios, ustedes no hagan caso, que ya proseguiré yo del mejor modo posible". Queridísimo en ambientes académicos, como bien señala el presidente del Instituto de Andalucía Benito Valdés, don José María dictó un discurso coronado por el mandamiento del perfecto sabio: "No sabe el que cree que más sabe, sino el que acude a quien verdaderamente sabe". Media verónica en el ruedo de la verdad. Sencillez franciscana de quien dominaba con destreza el trívium del conocimiento. Acaba de fallecer -con el alegrón en el cuerpo de aquella jornada de laureles y admiraciones arborescentes- nuestro entrañable doctor Montaña Ramonet. El andaluz linaje académico colinda hoy con un ejemplo siempre recipiendario. Con la venia de don José María.
Cambio de tercio. Fallece, a los cuarenta y cuatro años de edad, Marta Fernández Mancera. Deja niños pequeños. He seguido muy de cerca, al dedillo, como un dietario de evoluciones e involuciones suscrito por personas de fe inquebrantable, por mis amigos y hermanos Javier Fernández y Carmen Cabanillas, todo el proceso -los altibajos, los claroscuros, la lucha de contrarios- de tan funesta y nefanda enfermedad. Ni aún utilizando toda la fecundidad del alfabeto castellano podría describir -grosso modo- la ejemplaridad cristiana bullente tanto en Marta como en todos sus heroicos familiares. ¡Un paradigmático leccionario de doctrina de Cristo! La enfermedad de Marta ha sido un intervalo entre dos planos de explosión e implosión existencial. La enfermedad es ora un antídoto ora un embate de la luz. La conciliación del silencio. La delectación del preludio de "la alegría del cielo", ¿verdad que sí, Javier?
Último acto: la natalidad reabierta a la dulzura de un niño tierno y sonriente -¡ya risueño!- como la serena expectación del fruto supremo. Ha nacido Lucas al amor de sus padres Carmen Pérez Serrano y Santiago Ruiz Fernández. La esperadísima llegada de Lucas sigue acunando -a la nana, nanita, ea- la firme y renovada creencia de Dios en los hombres. He visto la carita de Lucas y enseguida me ha remitido a la obra 'El rostro maravillado' de la condesa Mathieu de Noailles. Y a una de sus frases primeras: "Heme aquí para colgar felicidad, sólo felicidad". ¡Bienvenido seas por siempre!

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