Joaquín Baro de Alba




Jerez íntimo – Marco Antonio Velo – Diario de Jerez

Existen y coexisten -¿subsisten?- nombres propios en el nomenclator -en el dramatis personae- de la Historia y la intrahistoria de la Semana Santa de Jerez que, siendo todos palabras mayores, suenan a chino mandarín o a latín macarrónico a las novas generaciones de cofrades. Ni pajolera idea de quién fue quien. Por desajustes del eje de ordenadas y de abscisas de lo coetáneo y lo contemporáneo. Y por la mascarada de la desinformación latente. E incluso por la pusilanimidad o la incapacidad de la transmisión in generacion et generationem. ¿Qué actualidad comportan los legendarios cofrades de antaño para los chaveas de hoy día? Algo así como un incoloro, indoloro e insípido censo de antecesores “celosos de Dios” cuya heredad sí palpamos a manos llenas -la herencia cofradiera del inventario artístico- pero sin embargo no así la prospección -la identificación- de sus rostros con nombres y apellidos.

Si el verdadero patrimonio de una Hermandad son sus hermanos, el busilis de la Historia de nuestras cofradías también lo configuran aquellos que -ad maiorem dei gloriam- fueron artífices y hacedores. Fueron gestores y ejecutantes. Fueron cerebros y luchadores. Fueron líderes y fueron anónimos. Fueron lustre y no lastre. Fueron oradores y fueron fabriqueros. Un año y otro, una Junta de Gobierno y otra, besando sueños y quemando etapas y rebasando sinsabores y renovando repelucos del alma. Sin expurgos ni plenilunios de gomas de borrar.

La ingravidez de la amnesia casa mal con la espesura del desconocimiento. A veces la noche de los tiempos tiene floraciones de olvido. A veces fluimos entre lo fanático y lo gregario con descontrol de saltimbanqui. Ha acontecido con el fallecimiento de Joaquín Baro de Alba. La noticia ha pasado de puntillas por los teletipos de las nuevas tecnologías y por las radios de cretona de nuestros teléfonos inteligentes. Será porque el bueno de Joaquín jamás gastó pólvora en salvas. Ni tampoco desperdició saliva en vano. Ni su órbita fue la cresta de la ola. Ni se quiso cofrade de manual de estilo. Ni añoró la turbamulta. Ni se creyó la exasperación de un enfant terrible. Ni escarbó en las alcantarillas de la vanagloria. Ni cultivó la quietud como suprema norma.

Joaquín Baro siempre anduvo en las antípodas de la inopia: esto es: ejerció de pragmático incapaz de flaquear en el camino de Damasco. Tallaba recursos humanos en torno a una ilusión. Con despacio y buena letra. Un purista y un jurista (taxativo) de las cofradías en su concepción evolutiva. Amaba a destajo el canon no escrito y la solemnidad cultual de la Santa Cuaresma. No concibió las hermandades como puertos de Arrebatacapas sino como espacios de espiritualidad manifiesta. El que las sabe, las tañe.

Presidió sus Hermandades de la Lanzada y Santa Marta. Trabajó a brazo partido por la refundación de la Hermandad de la Humildad y Paciencia. Desempeñó el cargo de secretario del Consejo Directivo de la Unión de Hermandades. Se movilizó, hincó quijada en los legajos de las bibliotecas, quiso codearse con los prebostes de la sapiencia semanasantera de posguerra, compiló un inédito y transpirable archivo cofradiero personal -un tocho y otro tocho y otro…-, advertía, verbalizaba… Un dato que presumiblemente muchos desconozcan: con Paco Barra, Ignacio Rodríguez Leonardo y el fotógrafo Tarrío trabajó con denuedo para reorganizar, en Santo Domingo, la Hermandad de San José y añadirle el misterio de los Afligidos -intentona que al cabo no fluctuó a instancias superiores-.

Dueño de una conversación ágil y acompasada. La voz algo atiplada. Clásica era su figura de hombre de cierta envergadura revestida de gabardina -ancha la espalda-, pantalón gris oscuro de dobladillos cortos, andares lentos y muy abiertos y un maletín a la antigua usanza balanceándose de costero a costero en la agarradera de la mano derecha. La cabellera, abundante, como repeinada de frescor de plata. Sufrió lo suyo en la prueba del laberinto de la vida. Joaquín Baro fue, sobre todo, un (penitente) andarín de convicciones propias. ¿Un incomprendido? Qui sait!

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