Jerez: réquiem por un marianista



Marco A. Velo – Jerez íntimo – Diario de Jerez

Abusando de la osadía del libre arbitrio, he omitido en el capitel de esta columna periodística el nombre -que siempre le vino como anillo al dedo- y el primer apellido -tan de su ibérica cuna norteña- de don Ángel Íñiguez. Un hombre -según Dios- que a ultranza se negó a sí mismo –“toma tu cruz y sígueme”- para servir al prójimo (sobre todo a los alistados en el batallón innominado de los desfavorecidos). Don Ángel -marianista por vocación y convicción- era menudo tirando a flacucho, de laminada nariz de rectos perfiles, los ojos almendrados y expresivos: como bañados en el salitre de una media luna sin mares en los que enjugar las lágrimas que raramente derramar solía. Para mí tengo que su delgadez respondía a una pertinente declaración de principios físicos: jamás quiso ni por asomo ocupar más espacio del que humanamente le correspondía.

Parecía siempre sentado, alegre, en la popa de su destino. Nacido para la Victoria, con mayúsculas, como la tierra que lo vio nacer. Un apóstol de la Palabra (escrita en letras capitulares). Un servidor sin ambages de la evangelización que nada engríe y que nada murmura. La comunidad marianista de Jerez y los discípulos que aleccionara -a la luz del Evangelio- durante sus más de treinta años de misionero en África saben a ciencia cierta a qué me refiero. Don Ángel nunca estuvo envuelto por la celosía de las falsas apariencias, ni por ínfulas que dictaminan a capricho códigos (estentóreos) de moralina de baja estofa.

Siempre huyó de la polaridad y de los maniqueísmos. Del enojo y de las actitudes cesáreas. De la ex cátedra y de la mudez más tétrica. De conversaciones pretorianas y del desdoro del calificativo ajeno. Entre sus dones espigamos cómo supo maridar la intelectualidad con el semblante risueño. El Señor -que también abre sus brazos crucificados en la majestad de la tarde del Jueves Santo- lo quiso siempre contento y noble: nobleza en el sentido machadiano del término. La risa (pícara)  fue su bálsamo de Fierabrás.

Recuerdo ahora a don Ángel, ya regresado a Jerez, con sus camisas de colorines y exóticos trazos pictóricos en actos solemnes: mas no marraba en la etiqueta de su elegancia pues no se revestía sino de los trajes de gala a la usanza de África. Melómano empedernido, regaló a mi mujer Esperanza sus preciadas colecciones de música clásica. Con Mozart, Bach y Beethoven a la cabeza. Lo rememoro en el detallazo de su ex profeso desplazamiento a Sevilla, justamente donde mora la Madre de Dios en su advocación de Amargura (San Juan de la Palma), para así -en la misma pila donde fueron bautizados Manuel y Antonio Machado- derramar las aguas del bautismo sobre mi hijo Marco Antonio. ¡Cuánto amor entregó don Ángel en aquella soleada mañana de duendes arrebolados! Para el almuerzo de rigor esta vez sí optó por corbata clásica y chaqueta a las sevillanas maneras.

No quería morirse. Procuró burlar el advenimiento de la Parca con los regates a la holandesa de su risa otra vez arrolladora. Ese sentido del humor de doble lectura que agavillaba ingenio y chispa. Don Ángel era gasolina, manos a la obra, carpe diem. Aquí y ahora. Verbo y abrazo. Vivencia y experiencia de Cristo al segundo. Ya proclamaba el personaje protagonista de la obra teatral ‘Cisneros’, de José María Pemán, que “de instantes están nuestras vidas hechas”. ¿Verdad que sí, Antonio Fernández Vera, José María Pedernal, Herminio Martínez, Antonio Pacheco?

Cuando ya aceptó la irremisible pronta consecuencia  de los achaques de la enfermedad, y sin perder nunca el juego de espejos de su simpatía dicharachera, nuestro marianista comenzó a despedirse de los cercanos con un “bueno, que ya nos veremos en el cielo”. Su legado -el de su bondad y el de su predicación-, su recuerdo y su obra -su magistral obra- ahora ocupan todos los espacios. Esos espacios que don Ángel nunca quiso físicamente arrebatar al resto de sus semejantes.

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