Jerez: Puerta grande para Padilla





Marco Antonio Velo – Jerez íntimo – Diario de Jerez

Puerta grande -sin rasas petulancias- para Juan José Padilla en el redondel de la entrevista televisiva que -¡tiempo detente!- le realizara este pasado viernes  Bertín Osborne. Dos jerezanos -el uno a nativitate y el otro in extenso- a puerta gayola en el tú a tú del tronío biográfico. No hubo vesperales dialécticas -como vergeles quemados- durante la conversación. Ni interpolaciones de quita y pon. Ni máscaras ni mascaradas. Tan sólo la verbalización de una verdad desnuda -de un héroe desasido de armaduras- que (a pecho descubierto) refunda esta otra valentía sin parangón: el deletreo del mérito propio, la casta, la suerte natural, la tauromaquia y la tauromagia, la ausencia del sainete, y el rasgueo de sangre y arena de quien -39 cornadas cosidas a la musculatura de una hechura galante y elegante que no se desmorona- supo coger el toro de su vocación por los cuernos de la adversidad. Con ligazón de gran figura. Para salir a hombros con un alma de lirio que por dentro lo acuna.

Su metáfora pictórica la observamos en el lienzo tamaño natural del artista también  jerezano Julio Rodríguez, donde la genealogía de los colores nace en ese tercio de varas que es la paleta de este artista paisano con sello propio. Los trazos de Julio, en el retrato de Juan José, destilan una buenaventura plástica nada casual. Julio supo templar y estar al quite: logrando al punto la cuadratura del círculo. Sólo puede retratarse al torero cuando los pinceles coquetean con las musas.

Padilla es un hecho diferencial que recapitula la aritmética del valor. Curtido en la media verónica de los claroscuros de la vida: ese reclamo de lo nunca extinto. Se hace querer -como un adolescente que solicita empatías a la recíproca- porque su lengua -su verbo diestro- ha recosido el tentadero de la sonrisa. Sobre todo después del descensus ad inferos del ojo que -indómito en la sinergia de lo oscuro- quiso fundirse al negro revolcón del punto y seguido. No hubo que sonsacarle la explícita narrativa de la aparatosa cogida en el coso de Zaragoza. Padilla la narró a pitón pasado -pero en presente de indicativo-.

De espanto la crónica de los hechos. La cornada, un ocaso chorreado en  morcillo. Cantó -y hasta tres veces negando- sólo el gallo de la cobardía del oxígeno: que le huía en la encontradiza asfixia. Padilla entonces advirtió la herrumbre de todos los adjetivos que rondan la muerte. Con una retina de sesgo en la mano. “Doctor, hágalo por mi mujer y mis hijos”. El borborigmo -el silogismo sin premisas- de la bonanza interior. No cupo más hombría en menos hálito de esperanza. Escuchando al ciclón de Jerez se me vino a las mientes entonces la caligrafía de Manuel Machado: “Jamás hombre más nacido/ para el placer fue al dolor/ más derecho./ Jamás ninguno ha caído/ con facha de vencedor/ tan deshecho”.

Pero Padilla, casta aparte, raza inédita, en su herida sólo se revistió de emisario ignoto a quien San Pedro -sonajero de llaves de acá y de acullá- le echó un capotazo en la prorroga sine die de las estancias celestiales -que también suenan a caireles y a pasodoble de inminencia-. ¡El paseíllo a los cielos aún podía esperar!

Todavía restarían cuanto menos 500 corridas para un bucanero equilibrista del toreo imposible, con danza de humanista en la geometría del capote. El matador tenía que salvar al nombre propio. La curva de la tragedia se metamorfoseó en el sumando de tardes de gloria. Jamás en la cuerda floja. Siempre a pies juntillas. Epígono de nadie y epígrafe de sí mismo. Como un Cid del siglo XXI, como un Homero que reescribe en manoletinas la odisea de la posmodernidad. Como un brindis a la luz. Como una montera por mundo. Como un Sansón a la jerezana. Como un Policleto de la armonía de la Fiesta Nacional. La postura relajada, el equilibrio de peso o contrapostto… El canon. La humanidad.

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