Una lagartija visita al marqués de Domecq



 

Marco A. Velo – Jerez íntimo – Diario de Jerez 

 

La memoria es selectiva. No así la Ley de ídem Histórica, que es oxímoron. Leyendo la prensa local esta pasada semana mi memoria -cuyas curvas nada engríe- me ha retrotraído -con una delectación de seda, con un favoritismo de cristal mate, con un machadiano sol de infancia- a cierto recuerdo de veras entrañable. Aquí, allí, no caracoleaban los meandros verdes ni los rojos del ocaso de las prosas heterogéneas de Arthur Rimbaud. Sería el mediodía de un domingo cualquiera de mi niñez -¿o quizás una mañana de luz palaciega y frontal mirada barroca de una jornada festiva en la ciudad?-. De la mano de nuestro padre íbamos mi hermano Víctor y quien esto escribe. La claridad era fontana de emociones infantiles. Calma chicha por acá y por acullá. Cruzamos la acera de Santo Domingo para detenernos por unos instantes ante el Monumento del Marqués de Domecq (léase Marqués de Casa Domecq o, por ser más exactos -¡llamemos a las cosas por su nombre!, Pedro Domecq Núñez de Villavicencio). 

 

Posiblemente el autor de nuestros días nos explicara grosso modo quién era aquel gran señor sedente sobre el sitial de la inmortalidad. Cuatro datos biográficos -por suelto- para unos alevines más ilusionados entonces en los planes del día -sin colegio- que en la suntuosidad histórica de tan prohombre jerezano -por lo demás íntimo amigo del monarca Alfonso XIII-. Si mal no recuerdo, abundó papá en el generoso concurso y contribución económica de Pedro Domecq a favor del crecimiento en Jerez de los hermanos de las Escuelas Cristianas, así como de otras iniciativas benefactoras destinadas a las Salesianas, la asociación de Niños Católicos o un sinfín de asilos. Amén la Congregación de las Huérfanas de las Preservadas. Supimos mi hermano pequeño y yo que aquel gentilhombre era generoso a raudales para con los más desfavorecidos aunque desconocíamos su concesión del título pontificio de marqués de Casa Domecq por iniciativa de Pío X. 

 

En un momento dado nuestro padre nos preguntó si acertábamos a observar “algo que se movía” despaciosamente en tan imponente obra esculpida por el gran Lorenzo Coullaut Valera e inaugurada el 21 de julio de 1923. Creíamos que se trataba de una de sus habituales bromas intercaladas en instantes de seriedad. Por más que nos fijábamos -y lo hacíamos a conciencia- aquel alarde monumental permanecía como el título de la canción de Sonia Echezuría: ‘Quieto y en silencio’.  Cuando las manos de papá -con dedos de diamante de cortar espejos- nos señaló la solución del jeroglífico -¡atiza!- sí al fin logramos captar cómo una lagartija -camuflada en idénticas tonalidades cromáticas- zigzagueaba y paraba en seco, paraba en seco y zigzagueaba, de abajo arriba, hasta perderse por las perneras del ilustre bodeguero… 

 

Los tres reímos en el encanto -cómplice- de la anécdota. Mi hermano y yo -andando los años- siempre entroncamos el monumento a Pedro Domecq con la observación de aquel visitante verdoso más inofensivo de cuanto entonces creíamos. Y con la lección del “saber mirar” más allá de lo puramente visible. Ese “fijarse bien” al que nos alentó nuestro padre cuando las pupilas infantiles no daban con la tecla sería, a la postre, una enseñanza de vida. Por esta razón me ha alegrado sobremanera la noticia no ya del mantenimiento sino de la restauración del monumento a Pedro Domecq en la Alameda Cristina. Acostumbrados como andamos en este país al atropello de tantas referencias históricas -borradas de un plumazo a bocajarro- rayando a una altura de resentimiento impropio de la madurez que se presume a los hijos del siglo XXI, decisiones tales como la planteada por nuestro Ayuntamiento se me antojan dignas de aplauso. Ni las armas ni las letras ni las clases sociales ni el sursum corda. Nuestro Consistorio, en el caso que nos ocupa, ha sabido ver. Sí, me repito, ver más allá de lo puramente visible. Como yo ahora veo de nuevo deslizarse una lagartija por las piedras inamovibles del tiempo… 

 

 

 

 

 

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