A pesar de los pesares

Pues no, a qué ton engañarnos. No suelo ponerme de mal humor. Difícilmente se cruzan y entrecruzan los cables del enfado. Pero cuando salta el contador de la luz de la irritación, entonces apaga y vayámonos. Me enojan capitulillos muy simples y muy burdos: verbigracia tropezarme con algo o con alguien. Eso de tropezar –no sé por qué- me importuna. Me toca los higadillos el globalizado imperio del aparentar por aparentar. No soporto a los engreídos. No aguanto la superficialidad. No tolero a los camareros que te miran con cara de póquer porque has pillado asiento en el bar a las nueve de la noche y ellos llevan trabajando desde las siete de la mañana ofreciendo desayunos a tutiplé. Me cabrea la gente que defiende sus argumentos a base de gritos. Me cabrean los hipócritas. Y los medrosos. Me acaloran aquellos/as que despellejan despiadadamente a los demás como mecanismo de defensa –como cortina de humo- para reservar las propias carencias. Me indigna la murmuración, las dañinas lenguas de vecindonas. No tolero a quienes –por autosuficientes, por altivos, por soberbios- consideran una deshonra compartir con otros/as la escritura del guión de sus vidas. Me exacerba las zancadillas, las puñaladas traperas, la deserción, la crítica acobardada. Me descompone las tonterías, las pamplinas, los maestros liendres (que de todo saben y de nada entienden). Me sublevan los obsesivos, los viciosos, los insensibles. La tendencia borreguil, los prejuicios, los falsos mitos. La cultura del Becerro del Oro (tanto tienes, tanto vales). La falta de dignidad. Y de integridad. La incomunicación. El poder de la soberbia. La tiranía de la belleza (de la adulterada belleza física). El absolutismo, el fanatismo, el radicalismo. La violencia en todas sus vertientes (activa, pasiva, subliminal). Las bocas de ganso, los culos de mal asiento, los profetas que hablan en nombre de Dios –autoerigiéndose en su portavoz-, las boquitas pintadas y la cirugía antiestética. Me mosquea aquellos que piensan que el amor se acaba. Me hacen perder los estribos quienes prodigan el maltrato psicológico. Me aburren las actitudes calcadas de millones de otras actitudes a su vez calcadas de millones de otras actitudes. Me desagrada los patrones forzosos de la sociedad de consumo. Me repugna los progenitores que abandonan a sus recién nacidos en los rincones de cualquier jardín de los confines del Universo o los hijos que hacen lo propio con sus envejecidos padres a las puertas de Residencias o en los servicios de las Gasolineras. Me contraría la injuria y la calumnia, la premeditación y la nocturnidad y la alevosía. Y-a pesar de los pesares, a pesar de los incontables y plomotes y pelmotes pesares-, comprobada por su haz y por su envés la rareza de la especie humana, no suelo estar de mal humor, sino muy al contrario: precisamente mantengo el convencimiento de que la riqueza de las relaciones descansan, se sustentan y se vivifican, en las muchas excepciones que desconforman y des/confirman la regla. La Tierra –también, a Dios gracias- ha parido a seres excepcionales con los que merece la alegría compartir infinidad de alegrías y sinsabores. En ellos, a través de ellos, mediante ellos, la felicidad de experimentar experiencias y sensaciones -gozosas, entusiastas, magnánimas- neutraliza tanta mamarrachada andante empecinada en ennegrecer nuestro paso por el mundo de los vivos.

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