Unas manos para el Traspaso

Luis Cernuda proclamaba –sin quebrantamientos- en su purgativa obra La realidad y el deseo la alegoría del siguiente verso: “Cataratas de manos que fueron un día flores en el jardín de un diminuto bolsillo”. José María Pemán, el anticonvencional don José María (pese a que las hordas del pensamiento único se empestillen en borrar de un plumazo –de un decretazo, de un carpetazo- la catarsis literaria del autor de Cisneros), redactaba a lo divino esta revelación poética: “Mis manos, artesanas de mis versos, caricias de lo que ha sido, garras de malos momentos… Mis manos, ¡a quién las quiera, las dejo!: que, con todas sus quimeras, son, fingiéndose palomas, manos de un hombre cualquiera!”. Antonio Burgos, el vocero de los memoriales del gozo, el diputado de cruz de guía del retablo de las maravillas de la honda Andalucía, salpicó uno de sus estremecedores recuadros –pongamos el titulado El platero de las azucenas- con el sondeo del tacto sacrosanto: “Las manos que labraron esta hoja para desafiar a los vientos, manos de platero, manos de orfebre, manos de coronas de Vírgenes, manos de camarines, manos de miniaturas de delanteras de paso, las manos de un artista…”.
La recientemente estrenada Junta de Gobierno de la jerezanísima Hermandad de Jesús Nazareno no sólo ha estrenado Hermano Mayor en la persona de mi entrañable y antiquísimo compañero de parvulario Raúl Castaño Bertolet –mediados de los años setenta bajo el alborozo de una chispeante planta baja del Colegio La Salle Buen Pastor, mesas octogonales, plastilinas multicolores y sandalias cruzadas de algarabía de flequillos a la frente- sino que también –coartadas de los fenómenos de convergencia- ha estrenado manos. Las manos sensibles y a veces hasta sensibleras de un vestidor que supo fraguarse su destreza desde el respeto que por estos lares profesamos a la Madre de Dios. Manos que no se cuelan de rondón en los intestinos devocionales de San Juan de Letrán. Manos que no regresan lastradas por ninguna subversión del pasado. Manos cuyas derivaciones perfeccionan los encajes del bendito homenaje del engalanamiento de la Virgen de Traspaso
La Junta de Raúl no únicamente ha tomado posesión de sus cargos pues igualmente juró por los decimonónicos cánones de la justicia conductual la precocidad, la vibración, la maestría, el detallismo de unas manos. Manos que son moldes y a su vez son amoldes. Manos que son mores y a su vez son amores. Manos que son promesas y a su vez son legados. Manos con nombre propio, manos con apellidos, manos de niño crecido del barrio de la Plazuela. Manos de Esperanza de la Yedra a las claritas del día, manos de atardeceres por la nostalgia del barrio de San Pedro, manos de plata y oro en el sintagma festivo de cada tarde noche del Domingo de Ramos por las jacarandas de la Albarizuela
Me cuentan los espiritistas de la Gracia que esas manos –artesanas y artesanales- pertenecen a César Díaz. ¿O son las manos de la exquisitez cuadradas en la sensibilidad de este muchacho mariano desde que su madre lo pariera al cobijo de la luna lunera de la medida y la providencia de unas bambalinas que balancean el ritmo de la vida ahora ya inconsútil, irrompible e inquebrantable como la túnica de Cristo? Que se desahogue el nudo de la garganta de este articulillo en la requisitoria de los pliegues del manto de la Señora de la Alameda Cristina. César ha sido nombrado vestidor del Traspaso y ahora, mientras restan temblores de admiración frente a un estilo impoluto, nos quedará proclamar en honor de nuestro joven cofrade aquello mismo que José Luis Martín Descalzo suscribía en las desgarradoras páginas de su Testamento del pájaro solitario: “Tenía más amor del que le dieron y lo repartió sin mendigar”.

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