Carta a Sotelino o el anhelado reencuentro con un azulejo de Triana

Hermano Sotelino: Los caminos del Señor son inescrutables. Y todos los senderos, sin excepción ninguna posible, llegan a la Roma andaluza de la calle San Jacinto. A la Triana pura de sus azulejos arabescos, de sus baldosas de jaramagos y silletas de eneas al costadillo de los moños blancos de las abuelas que canturrean –en alabanza y remembranza de la gran Imperio Argentina de Morena clara- aquella pregunta sin respuesta inmediata: El día que nací yo, ¿qué planeta reinaría? Triana arrebuja en su dédalo de callejuelas color sepia demasiadas ecuaciones del alma popular de la buena gente, gente buena, de nuestro Sur del Sur. Los bohemios de vocación pero currantes de condición sabemos que Triana esconde los duendes del embrujo de la galanura y el donaire de la Andalucía toda.

Me cuentas en tu e-mail las andanzas vuestras de aquella noche de pavimento recalentado, de paseo por la collación natal del Cachorro, por la Pureza sobre Pureza de una reina guapísima que la gente de los alrededores de la calle Castilla dieron en llamar Esperanza. Te topaste de bruces con un azulejo en loor y homenaje –vademécum contra la injusta amnesia de las nuevas generaciones-, en evocación e inmortalidad de un hombre que recibió del cielo el don de saber mandar los pasos con la hondura del quejido del casticismo trianero. Pongamos que hablo, insisto, de Manolo Bejarano y pongamos que aludimos, reincido, al inventor del paso racheado (entonces únicamente transferido al Señor de Sevilla en su Madrugada de Luna de Nisán).

Me narras, con la obnubilación que otorga el zigzagueo de los recuerdos confusos, tu encuentro con el retablo cerámico de este capataz de capataces. Un bendito encontronazo que, a pesar de los pesares de tu ulterior reincidente búsqueda, ya jamás de los jamases volvería a producirse. He sonreído cuando describes la pugna interior, el parlamento amistoso con el camarada que te acompañó aquella noche veraniega, acerca de la realidad o ficción de tu luminoso hallazgo del azulejo cerámico de quien fuera durante décadas dueño del martillo de la sevillanísima Virgen de los Reyes. Tu duda ha quedado resuelta a medias cuando, inopinada y fortuitamente, de nuevo –bastantes años después- has salido al paso, frente por frente (siempre de frente, valiente), del azulejo que nos ocupa. Todo ha vuelto a suceder mientras visitabas mi blog. ¿Quién me iba a decir a mí el insólito fruto que acarrearía aquel improvisado golpe de flash de mi cámara digital durante la calurosísima tarde de este pasado Lunes Santo? Veníamos poniendo pies en polvorosa por los intestinos de la Triana de los antiguos gremios de ceramistas. Habíamos dejado atrás una marea de público alrededor de los medios de la calle San Jacinto: allí reinaba, bajo un sol de justicia, el barco, el paso de misterio de San Gonzalo. Mucha túnica blanca, mucha sabiduría popular arropando los tramos, mucha kilométrica comitiva que ya empezaba a encarar el puente del adiós al monumento de Juan Belmonte.

Dejé atrás un café con torrijas como bálsamo de fuerzas rescatadas. El ambiente era transparente de luminosidad. Una fiesta cofradiera en toda la longitud de San Jacinto. El vecindario presto a despedir por unas horas el patrimonio de su hermandad de barrio. Al contrario de cuanto tipifican las reglas de los memoriales de cualquier Semana Santa, no encaramos el camino más corto para el encuentro con el milagro primaveral de esta cofradía. Sino, muy al contrario, elegimos el atajo de otra suerte de calles estrechas pero directas a la solvencia de un puente que enseguida nos conectaría, de nuevo, con el centro de la ciudad. Y fue precisamente en ese correcaminos cuando consagré fotográficamente el azulejo. Apúntate en el bloc de la memoria sus señas: calle Alfarería. Sí, al fin: calle Alfarería. He ahí el quid de la cuestión, la anulación de la permanente incógnita. Calle Alfarería. No tires para la acera de la Virgen de la Estrella, no, dirígete hacia la franja derecha si llegas a San Jacinto paseando el puente de los vencejos de media tarde. A tu amigo le asistía más razón que a un santo de la capilla de la nostalgia de todos los retablos sevillanos. Aquella visión del retablo cerámico de Manolo Bejarano existió fuera de la nebulosa de lo estrictamente onírico.

Date otro garbeo de serranitos, aprovecha la inminente salida extraordinaria de la Esperanza de la calle Pureza y reencuéntrate con el homenaje de Triana a uno de sus más eternizantes capataces de la medida y la exactitud de los pies de Dios. Aquí llevas, casi en volandas, mi respuesta. Para que luego digan los guasas de las falsas tradiciones que Internet emborrona los verdaderos repelucos del alma de quienes nacimos con el incomparable título de cofrades debajo del brazo. Mi blog ha sido capaz de remover –en tus adentros- el escalofrío de un sueño hecho realidad.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

PROGRAMACIÓN CULTURAL