La danza maldita de Sharon

Punzadamente. Aguijoneadamente. Picoteadamente. Quisquillosamente. Así me picaba la curiosidad a propósito de la película El baile de los vampiros (Roman Polanski, 1967). El desmedido –que no demediado- interés respondía a varias incitaciones cinematográficas. De una parte mi afición al género espolvoreado por estos murciélagos humanos de afiladísimo colmillar y de aguzadísimo dentellar. De otro lado el regusto por el universo creativo de Polanski: desde la penumbrosa borrasca psicológica de Repulsión –con una turbadora y conturbadora Catherine Deneuve encharcada en comecomes mentales- hasta Cul de sac (Callejón sin salida). Polanski opera por choques visuales: entromete la belleza rubia de la mujer en la fealdad de unos trasmundos delirantes. Recoloca a sus musas –enormes ojos marrones y larga cabellera a mitad de la espalda- dentro del cóctel molotov de la locura íntima, de la enajenación circundante: como esa amenaza ignota que sabe a gasoil y a machismo torturador.

El baile de los vampiros fraguó el inicio del romance entre Polanski y la inmortalidad entonces balbuciente y atractivísima de Sharon Tate. El cineasta ejerció de auténtico demiurgo artístico para este filme: director, actor, guionista y productor. Representa por ende la película el altar de cultos del morbo melancólico. Porque meses después Roman y Sharon contraerían matrimonio entre los laureles de la veracidad y las perdices de la felicidad. Y porque –suceso de sobras conocido por el ancho cosmos- Sharon sería macabramente asesinada (cuando acunaba en su vientre el avanzado estado de gestación de su primer hijo) a manos de la secta satánica del infausto Charles Manson. Un capítulo que conmovió a Hollywood a finales de la década de los sesenta a resultas de la sangrienta danza de la muerte de esta ninfa de la gran pantalla. El tenebroso final de Sharon Tate figura en la leyenda negra de la Historia del Séptimo Arte, en los archivos desempolvados del Muro de las Lamentaciones de los cinéfilos y en la astrosa y asquerosa desventura de una actriz que entonces comenzaba a saborear el dulzor azucarado de su plenitud.

De ahí que El baile de los vampiros –cuyo título original es El baile de los vampiros o perdone, pero sus dientes están en mi cuello- entrañe la doble vertiente gentil, lozana, pero también taciturna y acongojante de una pareja en ciernes a punto de enterrar bajo la sepultura de la adversidad el montante de la alegría. El pasado Lunes Santo me di un garbeo por el Corte Inglés sevillano. La mañana me impulsó a los estantes de DVD. Y hallé, compré y comprobé el descubrimiento de esta buscada y rebuscada película. Hasta anteayer no accedí a visionarla. Y ciertamente coloca dos verbos en el frontón de sus fotogramas: resumir y rezumar la esplendidez deslumbradora de la hoy llorada Sharon Tate. Una flor mustiada por la clavazón de aquel ritual cuchillo de la barbarie. Un poema de ojos entreabiertos que ya nunca más pronunciaría la musicalidad de cualquier guión de cine. Una damisela dulce y cadenciosa iracundamente exterminada.

El baile de los vampiros es una parodia que nivela la carcajada con los sobresaltos. Comedia estéticamente originaria. Nos surte de soponcios chistosos y de estacas juguetonas. La escena de los bailes versallescos se me antoja una lección magistral de coreografía, movimientos de cámara, profundidad de campo, encuadres, planificación y montaje. El filme figura en las obras de culto del cine de terror. Por la ficción de sus magistrales secuencias y por la realidad del ulterior –consecutivo y atroz- asesinato de su eternizada y eternizante protagonista.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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