¿No te gustaría retroceder en el tiempo para cambiar algunos episodios de tu vida?

Fulminante pregunta la que encabeza este post. La escuché de labios de Ernesto Alterio en el último episodio de la teleserie ‘La chica de ayer’. Por cierto, primera puntualización: abono esta apuesta televisiva. Me encanta la serie protagonizada por Alterio y Manuela Velasco. Porque arropa personajes palpitantes de sentimientos. Porque me retrotrae a una época por mí idolatrada: finales de los años setenta. Y porque se sustenta en el arquitrabe de unos guiones perfilados de ingenio y de sarcasmo a la misma vez. Además enjuicia el paso del tiempo desde la óptica de la impotencia humana por paralizar su devenir, por apresar el rodillo de los acontecimientos, por monopolizar la apisonadora –clemente o inclemente- del reloj de nuestra biografía. La finitud del hombre frente al transcurso de los años nos somete a un papel de testigos más o menos resignados, más o menos activistas, más o menos indulgentes del conglomerado del pasado. La poesía es reinterpretación de cuanto dejamos atrás. Análisis de una trayectoria con latido propio. ‘La chica de ayer’ parte de la originalidad de su propuesta escénica: la máquina del almanaque que zigzaguea por los replanteamientos del salto a la inversa, del dorso de la cronología, de una retrospección que desanda veintidós años. La España de los pantalones de pana, de la inminente erupción juvenil y de la dúctilmente denominada Transición. La afamada –y exitosa y jacarandosa- serie ‘Cuéntame’ relata los hechos históricos al costadillo de la familia Alcántara (con cierto tufillo de inclinación politizada bajo el plumero del algodón que no engaña). Pero ‘La chica de ayer’ reporta matices para la reflexión. Es como si colocáramos en una misma emoción los recuerdos y el mando a distancia de tu manejo sobre ellos. Tremenda reflexión la concedida capítulo a capítulo. ¿No te gustaría retroceder en el tiempo para cambiar algunos episodios de tu vida? ¿Y para intervenir en los de otras personas? ¿Cómo rescribirías la intrahistoria de tus remembranzas? ¿Y las de tus seres queridos? ¿Qué subrayarías con rotulador fluorescente y qué cambiarías radicalmente? Cuando escribo estas líneas –casualidades del efecto omnímodo de la moviola de nuestra existencia- me entero de la muerte de Antonio Vega, autor de la canción que precisamente da título a la serie que hoy destaco con timbres de recomendación. Antonio Vega, cantando en el año 1980 ‘La chica de ayer’ con el entonces naciente grupo Nacha Pop, originó aquel movimiento juvenil –revolucionario, heterodoxo, multidisciplinar e insurrecto- que los sociólogos dieron en llamar la Movida Madrileña. Desaparece un genio triste, solitario y sentimental. Coqueteó con las sustancias que tergiversan los fondos de todos los abismos. Pero su música nos deja indefensos de contenciones. Rendidos de plenitud. Ha escrito letras con jirones de universalidad. A cada estrofa, un himno zurcido a la intimidad. Vivió por libre a pleno pulmón (el mismo órgano que ahora asfixió cualquier atisbo de supervivencia). Dulcificó la condición de crápula, enseñoreó los crepúsculos de la bohemia, combatió la rebeldía con una incomprensión siempre sonriente. Fue el Baudelaire del lenguaje pop de nuestra España liberalizada. Nunca sabremos los gramos de congoja que callaban sus estribillos. Pero internacionalizó el cosmos de la manumisión juvenil de los ochenta. Un ser demasiado frágil para este universo rocoso, pedregoso, peñascoso. Antonio Vega ya sueña el argumento de los justos. Acaba de asomarse a la ventana de la expiración. Y ha descubierto que la muerte es femenina singular. Como la chica de ayer.

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