‘Los abrazos rotos’

Poco a poco, conforme vaya recuperando el tono de mi ritmo, el ritmo de mis tiempos, los tiempos de mi asueto, el asueto de mis espacios en blanco, los espacios en blanco de mis horas libres, a medida que todo acampe por sus fueros, mientras sí y mientras no, iré reconquistando -¡ábrete sésamo!- mis comentarios cinematográficos. Quiero compartir con vosotros la densidad del celuloide, la traducción del campo de enfoque, el descuello del primer plano. El cine es componenda y resultado. Es reputación y prevención. Soy un aficionado empedernido que además no cesa de visionar películas. Escúcheme con las orejas de soplillo de lector atento: he dicho películas y no novedades. He dicho películas y no estrenos. Que también, por supuesto (oficio obliga). Si finalmente todo sucede como espero, como auguro, como vaticino, podré rescatar los minutos suficientes para escribir a mis anchas. Para repartir y para repetir la cantinela de la afición al séptimo arte. Una película no queda resguardada en los intestinos de nuestro regusto particular hasta que no asentemos por escrito aquello que nos sorprendió para bien o para mal. El cine traspasa la pantalla para asentarse en la longitud del papel. En la eslora del diálogo compartido. Los críticos sabemos de la eficiencia abisal del desglose coloquial, del protagonismo posterior del espectador. ¿La trayectoria de un filme? De la pantalla al corazón (o a la decepción) y del corazón (o de la decepción) al comentario compartido. No debemos enrejar bajo llave nuestra opinión. No sellemos nuestros labios. El silencio es pasto de gusanos. Una obra de arte en potencia (o un bodrio en consecuencia) precisa del comentario del auditorio. No seamos incoloros, indoloros, insípidos y desangelados. Contémonos si nos gustó a rabiar o nos desagradó nauseabundamente la última película que hemos fraccionado, que hemos desclavado, que hemos desacomodado desde la sala multicine. Una de mis penúltimas ha sido Los abrazos rotos. Cambio de tercio de Almodóvar. Magistral movimiento de cámara y no escasas lagunas en la construcción del guión. Secuencias de embriagada originalidad, de artesanal engranaje. Penélope Cruz en una de sus más naturales interpretaciones: bailable trasgresión de sus anteriores cotos escénicos. Supera -por largo- el papel del Óscar. Ha madurado encima de las tablas a fuerza de reincidencia y fervor dramático. Almodóvar, el heterodoxo, ha blindado el encasillamiento de los marchamos artísticos. Y eligió el sendero de la renovación. Un artista se renueva en base a su conservadurismo atado en corto: sólo las señas de identidad provocan la metamorfosis del genio. La inmanencia del estilo y la confluencia de la modernidad. Hay quienes –por norma, por pertinencia o por impertinencia- se encocoran y se cabrean con la producción del cineasta manchego. Porque no hallan al librepensador que anida debajo de su pose de reliquia de la movida madrileña. Almodóvar viene interpretando la realidad oficiosa desde que colocara a la niña Alaska junto a otras chicas del montón (léase su ópera prima). Siempre enaltecí su escritura cinematográfica –hay que atisbarla en medio de la espesura de sus actrices al borde de un ataque de nervios-, el utillaje de su argot y la eventualidad de su lenguaje fílmico. Los abrazos rotos me ha agradado porque distrae, aleja, recoloca e incita a la reinvención de los juegos del amor. Lo que, divisando el horizonte patrio, no es moco de pavo.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

PROGRAMACIÓN CULTURAL