Glosa a la Más Grande. Lagrimal de emociones en la nostalgia de José Ortega Cano. Cuatro días y cuatro noches inolvidables en Sanlúcar de Barrameda.

Difícilmente podré olvidar la sensación experimentada este pasado fin de semana en Sanlúcar de Barrameda. Cuatro días inmensos de experiencias redivivas. De viernes a lunes ensortijado de libertad y bienintencionada administración del tempus de los sueños despiertos. En la responsabilidad de mis palabras depositó su confianza la organización del homenaje -¿cinematográfico?- que toda Sanlúcar de Barrameda dedicara –merced a la feliz iniciativa de las Bodegas Pedro Romero- a la memoria siempre vigente de la Más Grande. Yo estuve allí –vivito y coleando- y noté a escasos centímetros de mi ubicación –y mientras pronunciaba un servidor cuatro frases reivindicativas de la siempre omnipresencia de Rocío Jurado- cómo Ortega Cano enseguida nublaría el lagrimal de los recuerdos según avanzaba el arriba firmante en la pronunciación de su discurso. Me sentí empequeñecido y artífice a la misma vez. Y satisfecho a la postre. Gané un amigo por mor de una intervención que pretendía unificar el rescate inmortal de una voz eterna. Hubo silencio, hubo atención, hubo nostalgia y hubo alegría del ser. Esa noche, la del pasado sábado, celebré por mi cuenta y ningún riesgo la trascendente faena de la escritura hecha reanimación de los sentimientos a flor de piel. Las Bodegas Pedro Romero ha reiterado la magnificencia de un ciclo cultural que ya concita la atención de propis y extraños. Las lágrimas contenidas –pero derramadas al cabo de la nada- de Federico Casado Reina el viernes y la sensible confesión del maestro José Ortega Cano abrazándose el sábado a la realidad de la multitud congregada en la calle Rubiños fueron signos patentes de una manera de dignificar la movilidad de los cangilones de la memoria. Es cuando la vida, sustentándose en la impotencia de la muerte, merece vivirse. Reproduzco a continuación mi semblanza/introducción a la película La Lola se va a los puertos –versión de 1993 y remake de la homónima de 1947- protagonizada en esta ocasión por Rocío Jurado.

Don Santiago y don Pedro Romero… Maestro José Ortega Cano … Don Jaime Aparicio… Señores y señores… Amigos todos.

El eximio periodista sevillano Joaquín Romero Murube –aquel orteguiano hijo de su localista circunstancia- no quiso –ya post mortem- incluir en su incunable e incurable obra LOS CIELOS QUE PERDIMOS la galanura de portento y tronío que el ciclo de la vida y el ciclón de la muerte dio en llamar –categórica y serenamente- Rocío Jurado.

¿Cómo diantres incluir en la nómina del más allá, en el catálogo de los olvidos inquisitivos, en el índice de la nada, en el códice de las sombras, en los censos de la prematura amnesia colectiva a la Cantora de la Madre Tierra y a la Cantaora del pellizco andaluz con duendes de morenía?

En la almoneda de los tiempos nadie cambiará jamás de los jamases una brizna de ocultación, un redoble de lejanía, una cerilla de duermevela por la memoria vitalicia e intransferible de esta alondra inconsútil, de este ramo de claveles de la ermita de Yerbabuena, de este quejido de niña en los albores del altar mayor de la Virgen de Regla, de esta melodía secreta que nos desplegaba sus cuerdas vocales como alas al viento del repeluco del costillar de sus legiones de seguidores.

¿Olvidar a la chipionera de la sangre de miel, de la respiración de buganvillas, del aroma de incienso en la fe sobrehumana de las cosas sencillas? No y mil veces no.

Que para bajarla de la peana del altar de la copla sería preciso un terremoto de causas imposibles. Que para destronarla de la mitología de la inmortalidad habría de reinventarse a sí mismo el firmamento de los vivos.

Que para desgajarla de renombre, de nombradía, de trascendencia, de magistratura folclórica, de nuevo debería acontecer el diluvio universal del borrón y cuenta nueva del Universo Mundo.

En Rocío Jurado, en su catarsis colectiva, en su secular molde de diva verosímil, fluyen y confluyen el memento y el momento de la yema de los dedos y el encuentro con lo invisible… La magia y la praxis. El eslabón y el escalón. La retina y la mirada…

Las Bodegas Pedro Romero –templando la suerte del tributo a la Más Grande, esgrimiendo la balanza de doña Justicia a favor de la Voz con mayúsuclas, batiéndose en frontal duelo con las leyes de la naturaleza y herborizando a la contra la fugacidad de nuestra existencia- ha parado en barras, ha hincado rodillas sobre este albero de crianza y, en la puerta/gayola del túnel de lo bravío, ha logrado –coram populo- detener el tiempo. Sí, las Bodegas Pedro Romero, allanando las antípodas de la contracorriente, ha detenido in fraganti el móvil del tiempo.

¿No es acaso el cine una invitación –que no suplantación- del botón pause del calendario? ¿No asimismo una máquina de permanente retrospectiva con ribetes de resurrección carnal de las almas que ponían los vellos de punta a golpe de prodigio ético, de sortilegio estético, de canción y de guiño fieramente humano?

Hoy comprobaremos –a golpe de fotogramas- cómo la reencarnación de la existencia de Rocío Jurado regresa a nuestras entrañas de creyentes acérrimos de su pulcra inmortalidad.

La inmortalidad –como fácilmente argüirá la práctica totalidad de los aquí presentes- pende y depende directa y sacrosantamente del hilo de lo vigente, de lo candente, de lo permanente, de lo incandescente.

Qué no daríamos todos por empezar de nuevo con la moviola de aquella niña que llegaba tarde a su casa de Chipiona cuando la madre pregonaba su nombre en la ventana.

Qué no daríamos por apresar –en el aleve vuelo de un latido antiguo- el poderío de su envergadura coplera cuando rizaba el oxígeno de todos los espacios con un requiebro de prodigio.

Qué no daríamos -¿verdad, José, torero de valentía en el destino sin redondel de la plaza de la impertérrita nostalgia?- sí, que no daríamos por desabrochar hacia atrás los botones del almanaque y así desandar otra vez la remembranza de cuanto sí están en los escritos.

Pues esta noche la Rocío Jurado se va a los puertos de la memoria que sí regresa. Porque ella no encontró acomodo en la tumba de la soledad sonora de canciones acalladas por los cipreses del silencio. Porque ella no salmodió ni moduló ni canturreó la prédica del alba sin vencejos ni las amanecidas en quietud ni los despuntes del orto.

Porque ella –aquí, ipso facto, in situ, en la brevedad de apenas veinte minutos- trasvasará y traspasará la pantalla –la gran pantalla- que hoy nos preside como cuadratura de la vuelta a las andadas de una actriz de trapío ahora compartiendo tablas –verbigracia- con Paco Rabal, Pepe Sancho o Jesús Cisneros.

Pero Rocío no se constreñirá necesariamente al guión de la película de Josefina Molina. Hoy no, esta noche nones. La cantante –como una ola de espuma y alpaca plateada que choca en el bulle bulle de la acaricia que también retorna sus pasos andados, que también pisa con garbo la dudosa luz de la mañana, que también lanza un braceo de moruno calambre a los oxígenos de su retorno- pondrá los brazos en jarras, abrirá el pasmo de su sonrisa blanca y nos dirá –entrecortada y timidilla- que aún sigue enamorada hasta los tuétanos de un torero que igualmente supo cortar oreja y rabo durante la faena más aciaga y penumbrosa y quejumbrosa de su particular trayectoria: precisamente cuando avanzó con paso quedo por la puerta grande de su dignidad sentimental con un ataúd de multitudes encima de sus hombros.

Imaginad a Rocío como espiga dorada, como un guiño de sol, como una esquirla de paz, como cortinilla blanquiverde de un patio andaluz ondeando los vientos de una letrilla que ya mismo entona el lamento de la guitarra y el fermento de la palabra.

Yo así lo hago empapando el lagrimal en el alegrón del regreso de Rocío.
Y recito de memoria –susurrando el silogismo de la esperanza- unos versos de José María Pemán cuya imaginaria destinataria yo ahora revisto de azabache, de canela, de ajonjolí, de bata de cola y de peineta.

Hago mía, modificando la receptora de la estrofa, la lírica de Pemán para susurrar aquello de… “Tú, más allá de todas las fronteras, / estás conmigo en otra Andalucía / donde es eterna y sabia la armonía / del agua y la rosa”.
Y allí, sí, está Rocío, Rocío Jurado -alta la faz, limpia la querencia, íntimo el abrazo- contando y cantando –con su tronera de eternidad- qué no daría ella por empezar de nuevo.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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