De mi viaje a Madrid. La tarde que llegué al Café Gijón. Viajar es atravesar parajes psicológicos y espirituales. Monumentalidad de experiencias iluminadas. Tío Pepe en la Puerta del Sol. Las entrevistas de José Luis Gutiérrez. Cuartel general en la Gran Vía.

Para mí que he saldado antiguas cuentas pendientes con los Madriles. Ignoro cuántos kilómetros cargué en las perneras. Bien trasegados están. Hemos visitado –por dentro, previo pago de la entrada, y con fijación minimalista, con atención de miniaturista- el Museo del Prado, el Museo Thyseen, el Museo Medieval, el Museo y el césped (¡ah dios Di Stéfano y altísimo don SB!) del Estadio Santiago Bernabéu –menudo tour, menuda conservación documental y patrimonial, menudo marketing sin mentirijillas del sentimiento madridista-, la Casa Museo Lope de Vega, el Museo de Cera, el museo de la Biblioteca Nacional, la sede de la Real Academia Española, el Congreso de los Diputados, el Gran Café de Gijón… Y el cine Capitol, el edificio Metrópolis, el Parque de El Retiro, la iglesia de los Jerónimos, la Basílica del Cristo de Medinaceli, el Hotel Palace, el Hotel Ritz, el Teatro Fernando Fernán Gómez, la Plaza del Callao, el Banco de España, la Puerta del Sol, el Instituto Cervantes, el edificio de la Asociación de la Prensa, la Real Academia de las Bellas Artes, las Torres de Colón, el Paseo de la Castellana, la Puerta de Alcalá, la Plaza de España, el archiconocido edificio de Telefónica, la Cibeles, los monumentos a Colón, Velázquez, Goya o Cervantes, infinidad de Ministerios (de Agricultura, de Igualdad, de Economía, de Educación…), Atocha, el Paseo de Recoletos, etcétera, etcétera.

Guardo en las faltriqueras de la memoria mi viaje a Madrid. ¡Que me quiten lo bailado bajo el estallido de luz de la sinfonía borbónica de nuestra capital de España! Llegué suelto de piernas, diluido en la calma chicha de la entonces incipientes vacaciones –saboreando con incisiva delectación las jornadas sanluqueñas que aún retozaban (como danzarinas de aceite virgen) en la referencia de mis retinas-. Conocía la ciudad palmo a palmo a pesar de nuestra virginal relación: los libros, las libras y las libranzas ya me anticiparon –literaria y mayestáticamente- la abrumadora épica de una monumentalidad de Historia, plano desplegable y esa agigantada arquitectura ministerial capaz de menguar la distancia de los cielos. Digámoslo en la jerga cheli de los escritores ultramodernos: me lo he pasado bomba. Cuatro días exprimidos hasta la hinchazón de sus últimas fábulas epilogales. La suerte, los horarios, la causalidad y las sincronías –además de una climatología tornasoladamente favorable- corrieron a nuestro favor. Como epígonos fraternizados de las propias circunstancias. Con plaza de mando, con cuartel general, con parada y fonda, con habitación reservada en el Hotel Tryp de la Gran Vía. Así da gusto, qué caramba.

Mi cámara digital fue arrojando sus centenares de instantáneas al disco duro del ordenador portátil cuando la madrugada todavía murmuraba hálitos de vida calle abajo. Apenas cuatro mudas de ropa, la espalda provista de su mundología a cuestas, la congregación imaginaria de las lecturas juveniles en ristre (especialmente aquel libro revelador titulado La noche que llegué al Café Gijón) y toda la reactivación de la esponja de los sentidos abiertas de par en par a la caminata de cuanta curiosidad manaba por los poros de la piel de este cultureta impenitente.

Madrid también son recuerdos de mi infancia. Imaginería de la retrospección del tiempo. ¿O acaso no he regresado por mis fueros, mientras visitaba la Biblioteca Nacional, a los sábados matutinos de la calle Valientes –últimos años setenta y principios de los ochenta- cuando en voz de Rosa León sonaba la melodía –transitable melodía- de Luis Eduardo Aute proclamando que todo, todo, todo está en los libros y, en efecto, tal que así se disponía a demostrárnoslo Fernando Sánchez Dragó en aquellas emisiones -¡oh donoso escrutinio!- tan arrebatadamente literarias?

¿No he retornado –insisto- a las páginas (crujientes de pensiones, de prosa al galope, de descripciones de facción y no de ficción) del mentado La noche de llegué al Café Gijón (libro de memorandos muy bien plumeados por Francisco Umbral) precisamente cuando –sabedor yo de la galería del mítico y místico anecdotario, de la galería de los personajes ilustres y ilustrados, de la humareda de embrujo y heredad poética, de la novelística de la realidad casposa y bullente de la posguerra e incluso prorrogable hasta mediados de los sesenta que habitó e incluso cohabitó en tamaño templo de las letras españolas- he entrado por vez primera en el sanctasanctórum de mi imaginario y de mi almario literario?
Entonces, verbalizándome de abstracciones, rememoré casi al dedillo aquel primer párrafo de la obra en cuestión: “La primera noche que llegué al Café Gijón puede que fuese una noche de sábado. Había humo, tertulias, un nudo de gente en pie, entre la barra y las mesas, que no podía moverse en ninguna dirección, y algunas caras vagamente conocidas, famosas, populares, a las que en aquel momento no supe poner nombre. Podían ser viejas actrices, podían ser prestigiosos homosexuales, podían ser cualquier cosa. Yo había llegado a Madrid para dar una lectura de cuentos en el aula pequeña del Ateneo, traído por José Hierro, y encontré, no sé cómo, un hueco en uno de los sofás. Toda una vida (o eso me parecía) leyendo cosas sobre el Café Gijón, allá en provincias, y ahora estaba yo aquí, y además venía a leer unos cuentos en el Ateneo (y con el secreto propósito de quedarme), o sea que era un viaje literario, y me hubiera gustado que cualquiera de aquellas caras conocidas o desconocidas me preguntase qué hacía yo por Madrid para responder con desgana y énfasis: Ya ve usted, que mañana doy una lectura en el Ateneo. Pero nadie me preguntó nada, claro”. Umbral forever.
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A cuentagotas –rítmica e incesantemente, como el rayo de la vivencia que no cesa- iré soltando por estos lares algunas fotografías de las ochocientas -¡ochocientas!- que disparé a diestro y siniestro y sin reparo de ninguna índole. Por cierto: también, in situ, cayó el obsequio de un libro que me entró por ojos y de cuyo presumible contenido me enamoré a bote pronto (flechazo en negro sobre blanco): Gente rara. Conversaciones y semblanzas del periodista todoterreno José Luis Gutiérrez. Con prólogo del sabueso de la inteligencia del papel prensa Martín Prieto. El libro figuraba –una mañana iluminada de agosto- en los escaparates de la librería de El Corte Inglés de la Puerta del Sol. Supongo que alguna indirecta tabarra –entre susurros de lenguaje tácito- transmití a Esperanza para que, a las vueltas de las caminatas de la jornada, nos adentráramos de nuevo en el lugar de los hechos para salir minutos después (ambos más contentos que un niño con zapatos nuevos aunque yo fuera el único beneficiado de la compra) mientras ya ojeábamos la cantidad de personajes entrevistados en el tocho de páginas recién adquiridas: Juan Luis Cebrián, Pedro J. Ramírez, Luis María Anson, José A. Zarzalejos, Miguel Delibes, Francisco Umbral, Pio Moa, L. Eduardo Aute, Ramón Tamames, José Luis Rodríguez Zapatero, José María Aznar, Elena Ochoa, Fernando Sánchez Dragó, Pío Caro Baroja y así hasta un total de cincuenta personalidades del mundo de la cultura, la política, la sociedad.
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Viene a cuento: Fernando Sánchez Dragó afirma con rotundidad –y yo abono con genuflexiones esta aseveración- que “viajar no consiste en pasar de un sitio a otro. Esto es desplazarse, trasladarse, trasplantarse, mudarse, qué se yo… O sí lo sé: eso es turismo (¡qué asco!). Viajar consiste en atravesar cosas, casos, parajes, ciudades, mares, mundos, galaxias, personas, dioses, y quien carece de esa sensación, que además de física es, sobre todo, psicológica, no está viajando. Lo que cuenta en los viajes no es tanto la longitud del trayecto cuanto la duración del lapso del tiempo dedicado a recorrerlo”. En esto andaba yo cavilando cuando vi de cerca los molinos cervantinos de La Mancha.

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