Suena y sueña el bordón de la memoria de Diego del Gastor en la guitarra de Miguel Salado

Suena y sueña –como un estrépito de la remembranza con nombre propio- el llanto contenido, melódico, elegíaco de la guitarra. Se paraliza el frenesí a veces indómito de la modernidad. Suena y sueña el quejido suntuoso de la guitarra en manos de Miguel Salado. Jerezano que ha cuajado una actuación estelar en la Escuela de Hostelería. En acto coorganizado con la Confederación Andaluza de Peñas Flamencas. El motivo y la motivación bien merecían la regulación de su convocatoria: el (por todos anhelado) homenaje a Diego del Gastor a modo de presentación de un trabajo discográfico de sudor en el pecho de la melancolía. Diario de recuerdos, la grácil parcela del ayer inmediato. Un ramillete de guitarras –rosas que tintinean a sonantas de moreno cairel- brindan en su infinitud por la memoria de Diego Flores Amaya: el guitarrista de las ensoñadas disonancias, el artista del tronío en el frontispicio de seis cuerdas, la acepción de bordones con palabras de pentagrama.

En la Escuela de Hostelería, de nuevo, el desgarro de la objetivación flamenca. El entresijo, el rastreo, la abstracción de lo castizo. Antonio Núñez, presidente de la Federación Provincial de Peñas Flamencas de Cádiz, otra vez bordando con el hilo fino de su empatía personal, de su vocación por el arte flamenco, la saya de un espectáculo que concita el interés –nunca adicional- del respetable público. La guitarra que pregona el legado de Diego del Gastor posee (intrínsecamente) el tirón de la multitud. Su eco renace de seguido en los páramos de la continuidad. La expresión de un tocaor que no domeña la fugacidad –acaso aparente- del verbo musical. Noche de atisbados epígonos. La calle Einstein concitando nuevamente el final de fiesta del regreso a los principios de la guitarra que, en efecto, suena y sueña…

El Aula de Flamenco que organizan la Escuela de Hostelería y la librería Hojas de Bohemia nos remite a los flujos del cabal estilismo de la rondeña. De la soleá. De la farruca. De la malagueña. Guitarristas de nueva hornada, de toque sustancioso, de timbre sin calambres, de fulgurante comunicado. Juan Torres, Jesús Fernández, Miguel Ángel Moral, Andrés Cansino, Javier Tomate, Rubén Campos, Niño Martín… Y, exhortamos erre que erre en el deletreo de la ensimismada adscripción a la pureza de la guitarra, Miguel Salado. Quienes conocieron de cerca la peculiarísima personalidad –él lo fue con todas sus matrices: personalidad y no personaje-, quienes se codearon de tú a tú (a pie de templete de fiestas familiares) con Diego del Gastor promulgan su inapetencia por la popularidad. Posiblemente hubiese rechazado la hondura del tributo que esta semana ha recibido en la Escuela de Hostelería…

Porque la evidencia difícilmente se sustrae a las coordenadas de la humildad. Y porque la justicia siempre vuelve –revuelta y envuelta- en los brazos de algún sereno, barbilampiño, sincrónico representante de las generaciones venideras. Es cuanto ha acontecido con Miguel Salado en el salón de actos de la Escuela de Hostelería al respecto de la figura rescatada de Diego del Gastor: cordón umbilical de antaño y hogaño en la finura incandescente, llameante, luminosa de dos guitarristas en uno. El flamenco ejerce su poder de traslación, de transacción, de transmisión allende las murallas del tiempo. Substrae las manillas del reloj a los abismos de un almanaque sin medida. Extrapola la magnitud atemporal de la sensibilidad del espectador, del receptor, a la fisiología de lo permanente.

Miguel Salado ha escrito poesía de cuerdas –verso a verso- sobre una ondulación de madera en la Escuela de Hostelería. Y el público se deleitó con el braceo de lo inverosímil, con la verídica catalogación de la espiritualidad ahora inconclusa, con el muestrario –ajeno a pedigrí de celosía- cuyo repertorio amansó los exabruptos del arrebato circundante. Salado aquieta las andanadas de cualquier ruido de fondo, de cualquier estridente runrún, para permutarlo en dulcísono soneto de compás. Recitan los palmeros la oratoria –otrora enmudecida- de una sangre joven que corre por las venas del anagrama de la guitarra. De esa guitarra que en la Escuela de Hostelería suena y sueña con un edén de memoriales de la vida. De la vida que jamás admitió ninguna clase de olvido para Diego del Gastor. Aquel genio innominado en los laureles de los ángeles sin alas.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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