La soberbia: ese borrón sin cuenta nueva

No es difícil escrutar pecados ajenos cuando la desunión o el desafecto nos separan del reo de nuestro peor o mejor fundamentado comentario crítico. Así pulula la humanidad por los subterráneos de las relaciones personales: royendo a quemarropa las alcantarillas de la murmuración cuando ningún epígrafe sentimental nos une al objeto de nuestros (furibundos) estoques verbales. Gajes del oficio sin beneficio del temperamento nacional de esta España cainita por naturaleza. La cosa se complica cuando el error, el desafuero, el delirio psicológico, el patinazo apenas inadvertido, lo apreciamos en una persona querida o queridísima. ¿Cómo actuar entonces si el equivocado anda preso –inconscientemente además- de los barrotes de la soberbia? Mala gestión, preclaro Watson. Observo a diario cómo la soberbia carcome inclementemente la actitud de gente de bien. Constituye la debilidad del yo –Narcisismo a la palestra- y la fortaleza del diablo Cojuelo que anida encima de nuestras seseras. Me echo a temblar –como un inculpado a punto del estruendo de su silla eléctrica- cuando la soberbia (ese borrón sin cuenta nueva) hace acto de presencia en personas de la tercera edad. La experiencia es un grado apto para el triunfo de la nobleza sobre las tentaciones del orgullo, sobre las indicaciones de la arrogancia, sobre las indagaciones de la altivez. Entrar al trapo de la jactancia a las alturas del último tramo de nuestra existencia equivale a desechar el caudal de aprendizajes acumulado en las alforjas de la biografía propia. Es lástima que mentes aparentemente ilustradas –en el bachiller de la calle o en la retina de quien viene de vueltas de las coles de las mil batallas de una densa trayectoria vital- resbalen en el soliloquio, en el galimatías y en el delirio de la soberbia. Nuestros mayores no pueden permitirse tamaño dislate. Sencillamente sea por respeto a sus sucesores. ¡Que cunda –a diestra y siniestra- el ejemplo!

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