Presentando el libro 'Glosas a la Semana Santa' de Manuel Sotelino

Lo dictan –a bombo y platillo, a viva voz, urbi et orbi-, lo dictan, sí, y lo presagian y lo profetizan el rito y el mito del tiempo de vísperas, la busilis del tiempo de vísperas, el adarme del tiempo de vísperas: de nuevo la fugacidad del instante, la caducidad del supremo gozo de los albores de la primavera, la brevedad del incienso… se nos escapan de entre las manos como guiños sonoros de la nostalgia. Como una metáfora de la vida, como la soportable levedad del ser, como el señuelo de plata de una ola que se aleja y no se aleja en la bajamar de espuma de los recuerdos de entonces. La Cuaresma traspasa y trasvasa el ecuador de su medida y su gracia in icto oculi: es decir: en un abrir y cerrar de ojos, en un amén, en un repente, como si el almanaque activase caprichosamente el arrebato, la desenvoltura, el vértigo de la cuenta atrás…

Como si la cristalización de su esencia proyectase -a cámara ligera, a paso de agua- un disfrute Express de ida y vuelta, una fugaz seducción del azahar, una captación efímera de todo cuanto circunda y circula en derredor de las cofradías cuando activan el contrarreloj de sus preparativos de noches de limpieza de plata, de palios que edifican su envergadura vertical, de flores que pueblan su andadura horizontal,

… de capillas crecientes en altares de insignias,
… de Casas de Hermandad menguantes en patrimonios,
… de vitrinas y salas museos que despueblan su fisonomía,
… de besamanos que agavillan besos en flor de los labios de la gente de bien,
… de mudás y traslados de parihuelas que –pertinazmente- innovan el trazado urbanístico del callejero de la ciudad entonces sonantes a capataces dominando y domeñando la lírica de sus enseñas.

Y así, como en un verso cernudiano, sueña soñando donde no habite el olvido, alcanzamos el rubicón de la edad de oro del cofrade y procedemos a desentrañar el nudo gordiano de la Cuaresma: todo sucede como en un calco de la remembranza, el ritual de las convocatorias, la naftalina del supremo rescate de la túnica de los fondos de armario de unos calambres de costillar que ya encienden el tambaleo de la serenidad entonces perdida como aquellos sacrosantos cielos que cantara el eximio periodista Joaquín Romero Murube.

Por esta loable razón nos hemos reunido a destajo –y no regañadientes- esta noche. Porque procedemos a aquietar los tempos de la impaciente espera como sólo los cofrades sabemos hacerlo: compartiendo el manual de estilo de nuestras controversias, de nuestros ímpetus, de nuestras contradicciones pero asimismo –qué diantre- de nuestros flujos emocionales, de nuestros júbilos con tragaluz de Lunas de Nisán y de estrellas de la mañana, de nuestras circunvalaciones de bullas con cornetas de recogía y con interrogantes de candelabros de cola que se alejan en las revirás de lo estrictamente imposible.

Hoy descorremos los cortinajes de las entretelas de este anual exordio que a fuentes de torrijas saben para celebrar e incluso concelebrar aquí y ahora –in situ e ipso facto- la puesta de largo, el bautismo, la aspersión y el hisopazo de una obra literaria remojada en las aguas del Jordán de un género literario stricto sensu, en sentido estricto, que además emerge del catón de la escritura cenital –y entonces didácticamente divulgadora- de las primeras tres décadas del siglo XX: aludo, me refiero, anuncio y enuncio, naturalmente, a la glosa.

La glosa en estado puro, la glosa en estado de revista, la glosa en estado de gracia…. Carísimos hermanos: sabed sin cortaduras y sin cortapisas que hoy rendimos puntal y puntual homenaje a la glosa. Y entiéndase como tal una pieza literaria muy en boga en las vanguardias del París del dadaísmo, allá cuando periodistas de la talladura semántica de César González-Ruano reinventaban el viejo columnismo en el maridaje del novísimo articulismo literario.

La glosa que acunó y acuñó en su jerga y en su acento idiomático don Eugenio d’Ors, valedor y veedor, fundador y fundator del concepto –moderno y hodierno- no sólo de la terminología sino de su aplicación práctica a la cantidad y a la cualidad del conjunto de párrafos que giran sobre el eje de un mismo epicentro temático.

La glosa –en su aliteración, en su condensación, en su elaboración- exige la forma de los buenos embutidos: es decir: amarre por los extremos y libertad de engrose, de recetario, de enjuague prosístico y poético en su interior, en sus tripas, en su grosor.

Hoy nuestro contento se duplica y se reduplica, se vivifica y se intensifica, porque no únicamente nos sobreviene y nos sobrevuela el adarme de una glosa cualquiera, elegida al buen tuntún de entre las páginas de excelentes prosistas a la antigua usanza, sino que deviene de un escritor en ciernes y de un redactor pujante que además nos entrega –de sopetón- todo un glosario íntegro e integrador de la fontana de sensibilidades flotante –dermis adentro y labios afuera- en la pluma, en la estilográfica, en la tinta china de un cofrade hábito blanco, de pureza y tronío, de micro en ristre y de portátil en rastre: Manuel Sotelino Polonio.

Sus ‘Glosas a la Semana Santa’, a pesar de compilar cuantas él mismo pronunciase durante ocho años en los corolarios del decano programa radiofónico ‘Carrera Oficial’ de la Cadena COPE, han de considerarse –puestas en negro sobre blanco- absolutamente inéditas. Porque el texto concebido para la lectura pública –como por arte de ensalmo- padece una suerte de metamorfosis glandular, sintáctica, textual que reconvierten la musicalidad de los párrafos en linealidad de un dictado de punto y seguido.

Créanme a pies juntillas: hay glosas que varían –se inoculan, se transforman, se reinventan- en el ínterin y en el traspaso de lo oído a lo leído: he ahí –quizá- la llave secreta de la frescura, de la naturalidad, de la escritura automática de Sotelino: la soltura y la polivalencia de un ritmo parido al hilo del pensamiento –sin detenciones para la hojarasca ni para la enmienda ni para la enjundia ni para los arabescos del retoque-.

De la sesera al papel, del pensamiento a la expresión, de la imaginación a la cúspide de la estilográfica. Sotelino coge el toro del folio en blanco por los cuernos de su mismo talento para dedicarle media verónica a los caireles del paseíllo literario que se cubrirá de pañuelos blancos en el redondel de un tecleo cuya faena, al son de los clarines de todos los signos, siempre saldrá –exitoso y exultante- por la puerta grande.

Sotelino recibe el prontuario de cada glosa a puerta/gayola de sus sentimientos cofradieros y así, y sólo así, conseguirá, una temporada y otra –hasta ocho seguidas- colocar su nombre en los carteles de las figuras del ruedo de horas inciertas pero exactas como un palio quebrando albores de Madrugada Santa.

Señorías: hoy los duendes han optado por acompañarnos a pesar de todos los pesares, para regalarnos, al final del acto, una celosía con quebrantos de oración cantada. Mientras tanto, disfruten de la oratoria de Manuel Sotelino y del don fotográfico de José Antonio Álvarez Barea. Siempre a mayor gloria de la Madre de Dios que es Paz de las Almas, Reina de los Cielos y Esperanza Nuestra.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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