La tiranía de los prejuicios ha devastado demasiados códices de felicidad. Propios y ajenos. Originarios y aborígenes. La autocracia del ‘qué dirán o no dirán las lenguas de vecindonas’ y la prelación de las (engañosas y, por ende, falsas, más que falsas) apariencias, la pestilente dictadura de la hipocresía social y la macilenta represión de los valores absolutos… mandan, comandan y campean a sus anchas en la geografía, en el almario y en el ideario del hombre y la mujer del siglo XXI. El hombre, en efecto, de nuevo ejerciendo de lobo para el hombre. El cuido –casi matemático- de las formas en aras del mantenimiento de no sé qué absurdo y abstruso renombre. Y con arreglo a desconozco cuáles cláusulas de ética moral. Poco importa la experiencia de iniciación –la búsqueda andante, la obra en marcha- que todo ente, que todo corazón latiente, que todo músculo cordial, que todo quisque, que toda persona concebida como tal, precise, demande o implore labios afuera, confesadamente, o esternón adentro, íntimamente. Una vida no vivida es una enfermedad de la que incluso podemos morir. Jung dixit. Hasta Baudelaire –poeta maldito pero nunca marchito- aseguró que nada más relevador y revelador que el salto a lo desconocido para hallar fulgores de lo nuevo. Nuestra existencia es un dédalo de callejuelas a veces ignotas y otras tantas indescifrables. Porque el sendero no siempre parpadea fosforescencias como metafóricamente refulgía el adoquinado bajo los pies de Judy Garland en El Mago de Oz. Pero la elección a contracorriente, contra viento y marea, políticamente incorrecta, es un ejercicio de libertad y hasta de honestidad. Aventurarse o morir: he ahí la cuestión, el quid del ábrete sésamo de nuestro ADN. La libertad –compartida y compartible- es el bálsamo de Fierabrás que nos permitirá a tutiplén hacer mangas y capirotes. La diversidad confiere ardor y estribillo, férula y cartabón, hebilla y soltura al pálpito nuestro –o vuestro- de cada día. La película Eloïse abrocha una poesía de versos claros y de besos inocentes. La palpadura del conocimiento interior. La caricia de los sentimientos que nos interrogan desde el signo de la confusión. El barullo de un enamoramiento primigeniamente contradictorio -¿por imposible?- o imposible -¿por contradictorio?- que al cabo deviene en certeza de identidad. En certeza de identidad. Narrada desde la estatura humana, verosímil, traspasable de sus protagonistas femeninas –las magistrales actrices Diana Gómez y Ariadna Cabrol (bis a bis, vis a vis, codo con codo, piel con piel, de tú a tú, cara a cara, frente por frente)-, el filme no remeda artificialmente la conjetura de una posible realidad. Entra a saco en la cotidiana sabrosura de un amor que explosiona a cámara lenta, casi en sordina, aherrojado por las cadenetas de la opresión circundante. A veces no existe mejor traslación a la limpieza del yo, al enlazamiento de dos pulmones gemelos, que el zambullido -en las aguas azules y desinhibidas de la noche-, que el buceo, que el descendimiento de dos cuerpos al socaire de su propia desnudez.
Sentimientos que interrogan desde el signo de la confusión
La tiranía de los prejuicios ha devastado demasiados códices de felicidad. Propios y ajenos. Originarios y aborígenes. La autocracia del ‘qué dirán o no dirán las lenguas de vecindonas’ y la prelación de las (engañosas y, por ende, falsas, más que falsas) apariencias, la pestilente dictadura de la hipocresía social y la macilenta represión de los valores absolutos… mandan, comandan y campean a sus anchas en la geografía, en el almario y en el ideario del hombre y la mujer del siglo XXI. El hombre, en efecto, de nuevo ejerciendo de lobo para el hombre. El cuido –casi matemático- de las formas en aras del mantenimiento de no sé qué absurdo y abstruso renombre. Y con arreglo a desconozco cuáles cláusulas de ética moral. Poco importa la experiencia de iniciación –la búsqueda andante, la obra en marcha- que todo ente, que todo corazón latiente, que todo músculo cordial, que todo quisque, que toda persona concebida como tal, precise, demande o implore labios afuera, confesadamente, o esternón adentro, íntimamente. Una vida no vivida es una enfermedad de la que incluso podemos morir. Jung dixit. Hasta Baudelaire –poeta maldito pero nunca marchito- aseguró que nada más relevador y revelador que el salto a lo desconocido para hallar fulgores de lo nuevo. Nuestra existencia es un dédalo de callejuelas a veces ignotas y otras tantas indescifrables. Porque el sendero no siempre parpadea fosforescencias como metafóricamente refulgía el adoquinado bajo los pies de Judy Garland en El Mago de Oz. Pero la elección a contracorriente, contra viento y marea, políticamente incorrecta, es un ejercicio de libertad y hasta de honestidad. Aventurarse o morir: he ahí la cuestión, el quid del ábrete sésamo de nuestro ADN. La libertad –compartida y compartible- es el bálsamo de Fierabrás que nos permitirá a tutiplén hacer mangas y capirotes. La diversidad confiere ardor y estribillo, férula y cartabón, hebilla y soltura al pálpito nuestro –o vuestro- de cada día. La película Eloïse abrocha una poesía de versos claros y de besos inocentes. La palpadura del conocimiento interior. La caricia de los sentimientos que nos interrogan desde el signo de la confusión. El barullo de un enamoramiento primigeniamente contradictorio -¿por imposible?- o imposible -¿por contradictorio?- que al cabo deviene en certeza de identidad. En certeza de identidad. Narrada desde la estatura humana, verosímil, traspasable de sus protagonistas femeninas –las magistrales actrices Diana Gómez y Ariadna Cabrol (bis a bis, vis a vis, codo con codo, piel con piel, de tú a tú, cara a cara, frente por frente)-, el filme no remeda artificialmente la conjetura de una posible realidad. Entra a saco en la cotidiana sabrosura de un amor que explosiona a cámara lenta, casi en sordina, aherrojado por las cadenetas de la opresión circundante. A veces no existe mejor traslación a la limpieza del yo, al enlazamiento de dos pulmones gemelos, que el zambullido -en las aguas azules y desinhibidas de la noche-, que el buceo, que el descendimiento de dos cuerpos al socaire de su propia desnudez.
La tiranía de los prejuicios ha devastado demasiados códices de felicidad. Propios y ajenos. Originarios y aborígenes. La autocracia del ‘qué dirán o no dirán las lenguas de vecindonas’ y la prelación de las (engañosas y, por ende, falsas, más que falsas) apariencias, la pestilente dictadura de la hipocresía social y la macilenta represión de los valores absolutos… mandan, comandan y campean a sus anchas en la geografía, en el almario y en el ideario del hombre y la mujer del siglo XXI. El hombre, en efecto, de nuevo ejerciendo de lobo para el hombre. El cuido –casi matemático- de las formas en aras del mantenimiento de no sé qué absurdo y abstruso renombre. Y con arreglo a desconozco cuáles cláusulas de ética moral. Poco importa la experiencia de iniciación –la búsqueda andante, la obra en marcha- que todo ente, que todo corazón latiente, que todo músculo cordial, que todo quisque, que toda persona concebida como tal, precise, demande o implore labios afuera, confesadamente, o esternón adentro, íntimamente. Una vida no vivida es una enfermedad de la que incluso podemos morir. Jung dixit. Hasta Baudelaire –poeta maldito pero nunca marchito- aseguró que nada más relevador y revelador que el salto a lo desconocido para hallar fulgores de lo nuevo. Nuestra existencia es un dédalo de callejuelas a veces ignotas y otras tantas indescifrables. Porque el sendero no siempre parpadea fosforescencias como metafóricamente refulgía el adoquinado bajo los pies de Judy Garland en El Mago de Oz. Pero la elección a contracorriente, contra viento y marea, políticamente incorrecta, es un ejercicio de libertad y hasta de honestidad. Aventurarse o morir: he ahí la cuestión, el quid del ábrete sésamo de nuestro ADN. La libertad –compartida y compartible- es el bálsamo de Fierabrás que nos permitirá a tutiplén hacer mangas y capirotes. La diversidad confiere ardor y estribillo, férula y cartabón, hebilla y soltura al pálpito nuestro –o vuestro- de cada día. La película Eloïse abrocha una poesía de versos claros y de besos inocentes. La palpadura del conocimiento interior. La caricia de los sentimientos que nos interrogan desde el signo de la confusión. El barullo de un enamoramiento primigeniamente contradictorio -¿por imposible?- o imposible -¿por contradictorio?- que al cabo deviene en certeza de identidad. En certeza de identidad. Narrada desde la estatura humana, verosímil, traspasable de sus protagonistas femeninas –las magistrales actrices Diana Gómez y Ariadna Cabrol (bis a bis, vis a vis, codo con codo, piel con piel, de tú a tú, cara a cara, frente por frente)-, el filme no remeda artificialmente la conjetura de una posible realidad. Entra a saco en la cotidiana sabrosura de un amor que explosiona a cámara lenta, casi en sordina, aherrojado por las cadenetas de la opresión circundante. A veces no existe mejor traslación a la limpieza del yo, al enlazamiento de dos pulmones gemelos, que el zambullido -en las aguas azules y desinhibidas de la noche-, que el buceo, que el descendimiento de dos cuerpos al socaire de su propia desnudez.