Bajo el cielo sevillano

Cuando la canícula besaba las vísperas de aquella dama de noche que cierta vez leímos en un libro enmarcado por los cien recuadros del periodista a fuer de escritor, cuando el ceceo del daros como hermanos la paz comenzó a estrechar otra amalgama de sonrisas ya reconocidas, cuando el asomo de un runrún de algarabía de niños juguetones entrechocaron zumbidos de carreras a las afueras, allá donde un tronco de monumento alzó –gubia de clavel- su aleve vuelo a ras de plazoleta, cuando la sangre del pañuelo del olvido estaba derramando a contrapelo la fragancia de un itinerario color sepia, cuando en el ínterin de la tarde –aromas líricos de Joaquín Romero Murube- San Lorenzo inició su periódico reencuentro con la tradición de la dominical Eucaristía, cuando las miradas del interior exteriorizaban un destino de zancada con Cruz al hombro, cuando la remisa conciencia apuntalaría el exabrupto de lo inesperado, de la bravata, del desgarro, cuando las manillas del reloj trazaron el ángulo recto de las veintiuna horas… fue entonces que la ponzoña de la barbarie atentó contra el Mejor de los Nacidos, al tercer milenio según las Escrituras de Sevilla hecha Evangelio de nuevo revivido. Y ocurrió la fractura del brazo que siempre –como dedicando media verónica a la suerte de los tiempos- ofrecía su longitud de manos y su poder infinito a los besos de la devoción de una ciudad sabia en las cosas de Jesús. Y aconteció la rotura –aterida de pasmo circundante- de la clavícula del nazareno de rostro ennegrecido por la témpera de tantas madrugadas empapada en un mar de capirotes negros. Y a cenizas nos supieron nuestros labios mientras contemplábamos el atentado del hombre contra Dios. Y la rabia y la iracundia contrita –zurcida de hipoteca física, de aturdimiento visionario- cuajaron en arritmia de imaginarios espartos apretando la cintura de cualquier asfixia. Todo vuelve a suceder en el Vía-Crucis de la modernidad. De nuevo el flagelo de la injusticia, el escupitajo de la hipocresía, los pliegos del golpe de la pasión que no cesa. Y la gente de bien (acurrucada a los pies de quien zigzaguea sus sienes con unas sierpes de espinas) enseguida se desató en defensa del prójimo. Y las fuerzas del anonimato –discípulos del Evangelio con rostro descubierto- redujeron al autor de los hechos, al espontáneo de la infamia, al delincuente del amor esdrújulo. Y regresamos al vaticinio del culmen del Pregón de Pregones cuando Rodríguez Buzón vaticinara aquello de “si alguien te alza la mano o te ofende, Gran Poder…” para comprender cómo el nomenclátor de la Muy Mariana Ciudad de la Giralda jamás hubiese permitido que uno de sus legítimos hijos arañase siquiera de soslayo al Señor de los lacitos morados en viernes de Fe y filas de abuelitas aguardando su turno de camarín próximo, de peldaños de mármol y de talón desgastado como carnalidad de la madera que todo lo transmite y todo lo revela. No, el ingrato huésped del mundo de los vivos, el desagradecido agresor de la bondad sacrosanta, el delincuente forastero, jamás pudo beber de las fuentes de las toquillas que susurran piropos en flor a María Santísima, ni tampoco de los afluentes de callejuelas cuyos dédalos verticalizan pasos de palio en la remembranza de otras Semanas Santas de estampas perdidas, ni de los manantiales de túnicas de ruán como mortaja de nuestros abuelos, de nuestros padres, de nuestros hermanos… No, el degenerado saltarín que este pasado domingo atentó contra el Señor, contra el Señor a secas, contra el Señor con mayúsculas… El portugués -¿portugués?- de 37 años que arrancó de cuajo un brazo al Padrenuestro que está en los suelos… El suplantador de la Verdad, el profanador de siglos de Fe, el loco, el demente, el desequilibrado nunca pudo crecer al ladito del bombeo de un manto de pureza. Nunca pudo amar frente a la túnica bordada de la Imagen Viva de Cristo. Nunca pudo nacer bajo el cielo sevillano.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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