De mi viaje a Valencia: adoctrinándome de majestuosidad y siglo XIX (I)

Creume, fill meu. Créeme, hijo mío. Papando moscas, boquiabierto, explorador, trotamundos a veces, paseantes en Cortes otras, más ancho que pancho, más contento que unas castañuelas, levantándome cada día con el pie derecho, adoctrinado de majestuosidad y siglo XIX. Así he paladeado mi estival viaje a Valencia –la ciudad de la luna lunera con sabor a fartons de la Alboraya acompasadamente bañados en horchata de la celebérrima playa de Malvarrosa-. Nada se me ha traspapelado entre las batuecas carpetas de mi archivo rememorativo. He recorrido de pe a pa y de cabo a rabo la Valencia histórica (la Estación del Norte, la Plaza de Toros, la Lonja de Mercaderes), la Valencia monumental (la Fuente de la Plaça de la Mare de Déu, la Plaza del Ayuntamiento, el fastuoso Mercado Central, la Iglesia de los Santos Juanes, la Iglesia de San Nicolás, la Basílica de Nuestra Señora de los Desamparados, la Catedral con su popular Puerta de los Apóstoles donde todavía a día de hoy prosigue cada jueves a la hora del ángelus el acto de justicia pluvial del Tribunal de las Aguas, el Micalet o el Museo Nacional de Cerámica), la Valencia clásica –léase La Albufera, las barracas, el catártico paseo en una de sus barquets (sentado alegre en la popa)-, la Valencia urbana, la Valencia Moderna (¡ah mundos submarinos que aún pobláis la ternura celeste y atemporal del magno L’Ocanogràfic!), la Valencia cultural (Casa Museo de Vicente Blasco Ibáñez) y la Valencia marinera (Playa de Malvarrosa, Paseo Marítimo, chiringuitos de sombra y vino Mistela y -¡oh placer de los dioses gustativos!- la Valencia gastronómica (considerándome como de hecho me considero un animoso entusiasta de la paella, y así como la ocasión la pintaban calva, me he endosado entre pecho y espalda la paella valenciana –pollo y conejo-, la paella de mariscos –atiéndase a su misma denominación- y la paella mixta –carne, langostinos y verduras-. Aprovechadísimo, efectivísimo recorrido interior: la Valencia del amanecer –“Apagábanse lentamente los rumores que habían poblado la noche: el borboteo de las acequias, el murmullo de los cañaverales, los ladridos de los mastines vigilantes. Despertaba la huerta, y sus bostezos eran cada vez más ruidosos. Rodaba el canto del gallo de barraca en barraca”-, la Valencia del mediodía de arenas y olas del mar de Sorolla, la Valencia de la atardecida de la Ciudad de las Artes y las Ciencias o la Valencia nocturna del barrio de El Carmen con el bar Johny Maracas desplegando su acuario de peces incrustado a lo largo de toda la barra.
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Novecientas treinta y siete fotografías -¡937, camarada, huertano de la barraca de Pepeta y de la taberna de Cañamel y del perchar del incombustible pescador Tío Paloma!- evidencian mi conceptualización del verbo viajar cono antítesis y como antonimia de la barrabasada del borreguil ‘hacer turismo’. Casi pretendidamente o ¿quizá casualmente? me topo de bruces –negro sobre blanco y gramática parda- en la guía de mano que un servidor de vosotros o de nadie se agenció como hoja de ruta con la siguiente constatación: “A lo largo de su historia son muchas las invasiones que ha tenido que sufrir Valencia. Desde que los romanos se dieron cuenta de su enorme potencial estratégico, a orillas del Mediterráneo, la ciudad ha aguantado lo suyo, aunque siempre ha salido victoriosa del trance. ¿Siempre? En los albores del siglo XXI está a punto de sucumbir ante una nueva horda de invasores: los turistas”. Blanco y en botella. No pretendo capitalizar el intríngulis del sentimiento viajero. Pero prefiero explorar por cuenta propia –trazando el pentagrama de mi propio itinerario y abocetando el mapamundi de mis botas de siete leguas- que entregarme bobaliconamente a las pautas y a los gravámenes de ciertas –y no certeras- agencias de viajes. Puedo prometer a pies juntillas que he viajado por y a través de Valencia. No la he visitado ni la he recorrido según la cláusula turística y la superficialidad mancomunada de ida y vuelta troquelado en serie.
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Viajar con arreglo a un cuadriculado programa, a un sendero clonado, a un periplo idénticamente cosido y recosido de antemano para la totalidad de los excursionistas, entraña la cosificación y la codificación del traslado y anula de raíz las posibilidades unipersonales de exploración, de búsqueda, de hallazgo. Estos días ando metido de hoz y coz en las páginas de un libro sedicente y además convincente titulado ‘Finisterre’ y subtitulado ‘Sobre viajes, travesías, navegaciones y naufragios’. En su página 17 (primera edición 1984, editorial Planeta, colección Documento) puede leerse: “Esta paradoja colombina –buscar en realidad algo diferente a lo que teóricamente buscaba y encontrar algo que no buscaba ni real ni teóricamente- define a la perfección lo que yo entiendo por viaje”. Abono tamaña aseveración. El punto de partida y de arribada no estaban tipificados en la sistematización de mi alistamiento a la tierra del siñor Batiste. Mezclarme con el paisaje y el paisanaje de Valencia contribuiría en buena medida a vitalizar siquiera espiritualmente dos reencuentros irremplazables: mi adscripción fervorosa a la literatura de Blasco Ibáñez y mi incluso fanático e inamovible apego a la factura discursiva de las teleseries de mi niñez ‘La barraca’ y ‘Cañas y barro’. Y su consiguiente y consecuente arsenal de motivaciones. Hay quienes sin atisbos de equívocos consideramos que el viaje, cualquier viaje que se precie y se aprecie en sus pertinentes coordenadas de evasión e identificación, es el recorrido más largo, más barroco, más distendido y más sorpresivo entre dos puntos. Porque en su estrecha o ancha distancia cabe un universo y una realidad: la que molturan nuestra interpretación. Proseguiré relatándoos algunas indagaciones extraídas de la vega valenciana. ¿Cómo rediós callármelas para mi coleto? Esta crónica no ha hecho más que empezar. ¡Bon día!

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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