De mi viaje a Valencia: las barracas, el Palmar, cañas y barro, la percha, la maleza, el Tío Pastilla, la huerta, el vino Mistela y la Albufera (II)

No fue tarea fácil descubrir la línea de autobuses que conectaba directamente con El Palmar. Ni incluso los taxistas del contorno coincidían en el veredicto. Pero a nosotros no había enigma que se resistiese. La prueba del laberinto no sólo hallaba respuesta en la esplendente novela ganadora del Premio Planeta 1992. Ya argumentó Mircea Eliade que “el laberinto es la defensa mágica de un centro, de un tesoro, de una significación”. Y allí que, tras las pertinentes pesquisas y las no menos resolutivas averiguaciones detectivescas, nos plantamos –primorosos, inasequibles al desaliento- en la calle Germanías. ¡Se me va a olvidar tan indicativo nombre! El sol se desperezaba a sus anchas sobre un grupo de viajeros en ciernes transformado ipso facto en una Babel de dialectos entrecruzados. ¿Acaso no pisábamos precisamente el asfalto de Germanías? La espera no nos desazonó ni por larga ni por corta. El destino bien valía su peso de nostalgias infantiles en oros de barracas impacientes de mi propia retina. Un mozo espigado, más bien famélico, y un tanto mal/encarado -¿o quizá tajantemente inexpresivo?- nos condujo por carreteras de arboledas y playas como sacadas de la chistera de un paisaje abrupto y solariego. Atravesamos algunas pedanías de soledad callejera, casuchas bajas y jovencísimas adolescentes prostitutas -¿colombianas?, ¿miniaturas de tanga y asomo de destete?, ¿explotación carnal a discreción?- en las primeras aceras de acceso al centro de no sé qué localidad. Más metros, más kilómetros, más subidas de gente con sombrillas en ristre y más bajadas de señoras sexagenarias de habla ininteligible.
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En un repente… giro de noventa grados y acequias que trazan el sendero, algún picudo tejado rematado con la cruz símbolo de Cristo y una conjetura de primera barraca por entre la vasta plantación de una estampa cuya apertura de cielo deja atrás cualquier suerte de bloques, edificaciones, urbanización y modernidad. Ningún indicio de la tecnología punta. Ningún recodo de progresía. Ignoro si aún asiento mis posaderas en la proa del autobús o, de regreso de Valencia, sobre los lomos del pobre Morrut -entiéndase caballo de Batiste, “un animal que era como de la familia, que había arrastrado por los caminos el pobre ajuar y los chicos en las peregrinaciones de la miseria” -. Es el mismo camino ante el que “se extendía un gran campo de hierba fresca, erguida y ondeante, toda para él”. Como una sentencia desprovista de fraseos y circunloquios (ni tampoco siquiera tendente a la mínima expresión de cortesías), el lánguido conductor suelta –a modo de exabrupto- una información lacónica y huracanada: ¡¡¡El Palmar!!!
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Pisamos de nuevo tierra punto menos que dubitativos. Todo es espacio, nubes bailongas en una pista celeste e incluso celestial, sol de justicia, espacio, aire puro, oxígeno, detención del tiempo -¿detención del tiempo? En efecto: más tarde recuperaremos este prisma, este estado psíquico, este baño de paz reinante en El Palmar-. Enfrente: la aritmética de unas casas bajas divisándose en lontananza. A la diestra: un paredón encalado que ofrece a cada amplia distancia un portalón por lo común rematado de un cartel anunciador: “Paseos en barca. Embarcadero El Tío Pastilla” o “Rosa la Barquera y Tonet. Paseo en Barca. Visita Barraca. www.parquelaalbufera.com”. Por instinto nos adentramos en la invitación que nos pillaba más a mano con la mera intención de asesorarnos al respecto. Y, junto a nosotros, un grupo de compañeros de viaje de ocasión y… ¡para la ocasión! Ya avanzamos campo a través de los pagos del Tío Pastilla. El corredor de romeros nos conduce hacia buen puerto. Y mientras tanto una algarabía de chicuelos corretea alrededor del punto de arribada. Una barca amarrada a los vetustos escalones de madera pintados en verde chillón. Gestos cómplices: aventurarse y sólo aventurarse exige la didascálica oportunidad. Y, para nuestra jubilosa contemplación, el beso del lago, la calma chicha de las aguas de los antiguos pescadores de la huerta, la Albufera. Así resplandecía, tal “agua muerta de una brillantez de estaño”.
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Sin comerlo ni beberlo, sin encomendarnos ni a la memoria del tío Paloma ni a las turgencias de Neleta, saltamos a la palestra y pegamos donde la espalda pierde su honroso nombre a la planicie de la barca. Cuatro euros por persona y un abanico de paraguas abiertos como respuesta al solano inclemente. Otro fenómeno de convergencia: me hallaba según el título de la mastodóntica obra literaria elegida para su lectura, para su consumo, para su abordaje, durante las muchas horas de tren rumbo a Valencia: ‘Sentado alegre en la popa’. Y como reza el primer capítulo de ‘Cañas y barro’: “Los pasajeros (…) cantaban a gritos al barquero que partiese cuanto antes. ¡Ya estaba llena la barca! ¡Ya no cabía más gente!”. Aunque inicialmente el barquero –un señor amable, menudo de cuerpo y fornido de musculatura, medio siglo en su haber y en su cúmulo de otoños, moreno de tez y de cabellera- optó por soltar amarras activando el pequeño motor de la barca (pulmón a velocidad de rotación con ritmo de góndola) enseguida se entregaría de lleno al noble arte de la percha. No existe mejor mecánica para las lindes de los arrozales. Ni mejor remo para las espitas de la tradición. Y sucedió que “la barca penetraba en el lago. Por entre dos mazas de carrizales, semejantes a las escolleras de un puerto, se veía una gran extensión de agua tersa, reluciente, de un azul blanquecino. Era el lluent, la verdadera Albufera, el lago libre, con sus bosquecillos de cañas esparcidos a grandes distancias, donde se refugiaban las aves del lago, tan perseguidas por los cazadores de la ciudad”.
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El barquero, de recia complexión, percha en mano, nos explicaba cómo a la derecha podíamos visionar las barracas, pocas, que poblaban la zona de El Palmar –las cámaras digitales entonces disparaban su enfoque proyectándose sobre “aquellas casas de labor, hechas de adobes y con tejado de cañas a dos vertientes muy inclinadas”-. Barracas flanqueadas por hileras de naranjos, por plantas fecundas, por la maleza de la huerta. “Mirad - indicó el barquero- en aquella barraca de allí se rodó en mil novecientos setenta y cinco la serie ‘Cañas y barro’. Y nadie, a excepción de un servidor -¿monomanía de mitómano pro Blasco Ibáñez?- dale que te pego, erre que erre, con la ametralladora de la digital. Había que inmortalizar la secuencia…
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Porque enseguida identifiqué la barraca del tío Paloma y de su hijo Tono Paloma, encarnados en la serie televisiva respectivamente por Alfredo Mayo y Manuel Tejada. Igualita a la descripción de don Vicente: “La barraca del tío Paloma se alzaba a un extremo del Palmar (…) La del tío Paloma era la más antigua. La había construido su padre en los tiempos en que no encontraba en la Albufera un ser humano que no temblase de fiebre”. Novela en estado de pureza. Las indicaciones del barquero eran el catón de la enciclopedia Espasa valenciana. Sin soltar la percha, como estaba mandado, pues de tal guisa ilustraba el ejemplo de sus antecesores. Dos compañeras de travesía se descalzan, abandonan sus chanclas como quienes deciden regresar a la horizontalidad del mejor acomodo, y se recuestan en esta soñada embarcación de espejismo veneciano. Y de nuevo el texto de ‘Cañas y barro’: “Continuamente pasaban moviendo la percha gentes que volvían de sus campos, en pie, en los barquichuelos negros, pequeñísimos, con la borda casi a ras del agua. Estos esquifes eran los caballos de la Albufera. Desde la niñez, todos los nacidos en aquella tribu lacustre aprendían a manejarlos. Eran indispensables para trabajar en el campo, para ir a la casa del vecino, para ganarse la vida. Tan pronto pasaba por el canal un niño, como una mujer, o un viejo, todos movían la percha con gran ligereza, apoyándola en el fondo fangoso para hacer resbalar sobre las aguas muertas un zapato que les servía de embarcación”.
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El viaje en barca surta los efectos de la detención del tiempo. Rescatemos la noción de su atemporalidad. Pronto te retrotraes en la manivela de una naturaleza indómita. No deseas actualizarte de conciencia. Prefieres reconvertirte en un huertano de la época del tío Barret. Y extraer sin miramientos la serenidad del lago. La placidez de un panorama ahíto de quietud. Luz, agua, naturaleza, arroz, canales. Experiencia extrasensorial que vertebra la catarsis de la saciedad interior. Una poesía sin rúbrica. Un sacramento sin incienso. Una mirada sin mirador.
Posteriormente todo aconteció según los sueltos de la alegría. Visita a pie y mochila a lo largo y ancho de las callejuelas del Palmar, la mítica taberna de Cañamel -¡oh qué eximio y cimero rostro te puso la televisión en la progresiva maestría del irrepetible José Bódalo!-, almuerzo opíparo (la mar de recomendable el restaurante) en la Arrocería Maribel (jarras de tinto de verano, tomate aliñados con anchoas, paella de mariscos, pan de horno recién hecho, tarta de chocolate, tarta de queso y arándanos, dos chupitos del balsámico vino Mistela (con bis incluido) y, como comensal improvisado, un minino de ojos azul y verde capaz de compartir diálogo y mantel con el respetable público. “¿Están bon el arrocet, siñor?”. El reloj no marca las horas sentados junto a un laguito de confortabilidad e incipiente piscifactoría alimentada a granel por los pellizcos de pan que la concurrencia lanzaba a las profundidades del mejor postor.
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Y, para atemperar la digestión, pies para qué os quiero: paseo sin prisa ni pausa por los alrededores –amén, naturalmente, de los entresijos de la huerta de barracas privadas- y horchata en el restaurante ‘Cañas y barro’. Rastreando el sanctasanctórum de la huerta, sus barracas territorialmente “como sembradas al azar”, me vino a las mientes el asesinato del mísero don Salvador –“el insufrible tacaño, el voraz usurero”- a manos del tío Barret en el huerto de naranjos. Y, cómo no -¡a quién escaparía la semblanza!- el viacrucis de Álvaro de Luna –siñor Batiste- y su compaña en la cerrazón de Pimentó, Tarín y compañía. A las seis y media de la tarde el autobús de nuevo nos recogería para trasladarnos al centro de Valencia. A vista de pájaro la huerta era un simulacro de pigmentos arremolinados en tropel. “Animábanse los caminos con filas de puntos negros y movibles, como rosarios de hormigas, marchando hacia la ciudad”.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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