De mi viaje a Valencia: la ciudad monumental, la ciudad literaria y la ciudad marítima (y V)

¡Ultreya!, ¡cáspita!, ¡caramba!... A la chita callando y a la pizca escribiendo me he montado en la quinta y última entrega de esta efímera literatura de viaje, de esta balbuciente crónica a vuelapluma o de estos borrones sin remisión del cuaderno de bitácora de un servidor de todos vosotros y de nadie más. Apostillaré el punto y final a costa de vuestra paciencia. Me guardo en las cartucheras un sinfín de percepciones que aprovecharé cuando, andando los años, Deo volente, decida escribir un relato corto o una novela/tocho o una experiencia vital a imagen y semejanza –salvando las kilométricas distancias- de la redactada en su buen día por el maestro de columnistas Manuel Vicent. Aunque para tal arrojo me vea obligado a tomar el populoso tranvía a Malvarrosa. Por cierto, y para comenzar descalzándonos de serenidad y arena blanca, permítaseme condensar toda la quintaesencia de la Valencia marítima precisamente en la largura de una playa celestial, tipológicamente -¡ah su gente calmosa!- dimanada de los años veinte y cosmopolita en sus habitantes y en sus veraneantes como la antedicha La Malvarrosa. En su amplio radio de acción maté tres pájaros de un tiro: la visita a la casa-museo de Vicente Blasco Ibáñez, el saboreo de los fartons mojados en horchata de pura cepa y la inspección de las playas valencianas sin límite de manillas de reloj ni prisas de tres al cuarto.

Desglosemos la triple consecución, la triple batida, la triple incursión: a) La casa-museo de Vicente Blasco Ibáñez enseñorea su encanto y su prolijidad de detalles menudos. Muy fecunda en exposiciones de pertenencias personales y fotografías y documentos de alto relieve biográfico. Dos plantas de desigual extensión pero de similar presentación. Resplandecientes en conservadurismo y vigilancia. Resulta de veras sorpresivo el muestrario de primeras ediciones traducidas a numerosísimos idiomas. Hete ahí la universalidad de Blasco. Me permití fotografiar todo cuanto era fotografiable (pues no en vano estaba prohibida la cámara –con o sin flash- en la exposición de la primera planta). El autor de ‘La barraca’ –un donfigura de tomo y lomo- se granjeó la adhesión y la admiración de todo el pueblo valenciano así como la enemistad de sus coetáneos y contemporáneos de la generación del 98. Enriquecerse merced al noble arte de la letras y al éxito de ventas de tus propias novelas despertaba –quiérase o no- la envidia y el recelo de los intelectuales y literatos de la época. Mayormente cuando al autor valenciano se le achacaba una escritura no del todo correcta desde un punto de vista semántico. Nada nuevo bajo el sol: las envidias morunas versus las noblezas baturras. O el dislate de las disputas –cruentas a discreción o sangrantes a bastonazos- de un gremio que, siglos después, no brilla tampoco por el excedente de su necesario compañerismo. Digresiones al costado, la casa-museo de Blasco te ofrece de par en par el volumen de un libro de visitas en cuyas páginas podrás estampar al buen tuntún o meditativamente aquello que la sesera esgrima de tu mismo puño y letra. Dejo por sentado que no me privé de empuñar el bolígrafo para “desde Jerez de la Frontera” moldear en letra inglesa mi defensa a ultranza de la excelencia literaria de Blasco Ibáñez.

b) A resultas de la ciudad monumental no he de apostillar apenas ninguna apreciación con respecto a cuanto es público y notorio: Valencia no merece sólo visitarse sino endemás revisitarse. Yo aspiro a renovar el abono de mi estancia cuando las fallas propongan favorables engranajes de posibilidades personales y agendas en blanco. Si mi visión sirve de alguna manera –en mayor o menor repercusión- al lector de este imparable Diario Inconfeso, incido en las siguientes recomendaciones: la Plaza del Ayuntamiento (majestuosa de norte a sur y de este a oeste), el Mercado Central (el mercado modernista más bello de Europa y uno de los más amplios: 8.000 metros cuadrados), la Lonja de Mercaderes (también llamada de la Seda), la iglesia de los Santos Juanes, la iglesia de San Nicolás, la plaza de la Virgen (Mare de Deu) y su nocturnal y anaranjada fuente del Río Turia –una poesía barroca de aguas en arcos de cascada y de poder deífico en cántaros de bronce-, la Basílica de Nuestra Señora de los Desamparados, la Catedral con sus puertas de los Hierros, del Palau, de la Almonia o de los Apóstoles (donde cada jueves se celebra urbi et orbi la renovación del Tribunal de las Aguas), el Micalet (en castellano Miguelete): campanario gótico de la catedral –de planta octogonal- con altura de 50,85 metros, el Museo Nacional de Cerámica, la Plaza de Toros, las Torres de Serranos, la plaza del Carmen o la Estación del Norte.

c) Las playas valencianas –sírvanos a modo de danza y nunca de contraejemplo la mentada de La Malvarrosa- brotan directa y dilectamente de cualquier lienzo de Sorolla. El celeste de su pacificación, la blancura de la arena, la tipología del viandante, las rayas blancas y azules de las casetas, la mezcolanza de culturas, el intercambio de razas, la libertad de acción y de exposición, la universalización de lo estrictamente localista, el estructuralismo de la gota de agua del universo que es la misma gota de agua en cualquier rincón del ancho mundo, el rescate panorámico de principios de siglo, el amor perdurable en parejas ancianas, las mulatas de varias generaciones tomando el sol en parentela, la claridad sin edificios que encapuchen la lontananza del cielo, el monumento a Antonio Ferrandis en aleve vuelo de un ángel o paloma mudable en paloma o ángel según el arbitrio de la sensibilidad del espectador… César González-Ruano dejó escrito en su ‘Nuevo descubrimiento del Mediterráneo’ que “lo que quise siempre en Valencia era una pretensión difícil, casi imposible: ver el mar. El mar supone o mucha abnegación o tener coche”. No le falta razón e incluso perspicacia en semejante afirmación. Las distancias de un extremo a otro del mapa valenciano impiden a veces el recorrido integro de sus maravillosas pequeñeces. Afortunadamente para quien suscribe la totalidad de mi viaje se ha correspondedido –en medidas proporcionales- a la integridad, a la literalidad, de la visita total. Valencia es una retina que encuentras en tu fuero interno al socaire de una nueva dimensión de los parámetros de la luz y la salada calma de un tiempo pasado, temperamental y terciadamente elegante. Cuatro días y tres noches sumido en la alquimia de Valencia. Una asignatura pendiente, una ensoñación verificada, un sésamo abierto frente a mis pupilas gracias al abracadabra –las vacaciones- que todavía me depararía tres días en Sanlúcar de Barrameda y otros tantos en la mágica y enigmática Córdoba.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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