De mi viaje a Valencia: el sanctasanctórum de las profundidades oceanográficas (IV)

Bien es cierto que la Ciudad de las Artes y las Ciencias, al margen de su mastodóntico esplendor arquitectónico, no rentabiliza el aprovechamiento del tiempo en un viaje de cuatro o cinco días a Valencia. Muy al contrario: lo ralentiza, lo malversa, lo usurpa. Hagámonos cargo, please. Infinidad de enchufes y de progresía científica a no dudarlo interesantísimos para los amantes del género pero acaso demasiado tecnicismo, demasiada cartela y demasiado futurismo para la esencia de un viaje aprovechable a ras de suela de zapato. La Ciudad de las Artes y las Ciencias precisa de muchísimas horas de visualización y quizá de una especialización más o menos proclive del visitante. Ya me habían puesto sobre aviso: no merecía la pena rastrear de de parte a parte esta virtuosa enciclopedia también virtual si nuestras miras estaban fijas y fijadas en la esencia sociológica, histórica e incluso espiritual de la valencia huertana. Pero, tate, quieto parado, si aludimos a la propuesta espiritual, al favorecimiento de la reflexión y a la extrapolación siquiera orgánica de tu mente no podemos saltarnos a la torera ni a las buenas de Dios el adentramiento, la parada sin fonda y la pedida de posada en el l’Oceanogràfic. Allí de seguro sentirás una inversión, una recesión, una transformación y una subversión –por no decir una pluscuamperfecta inmersión- de la paz que renuentemente gravita en tu interior. Un consejo: rastree este fragmento milagrero de la naturaleza cuando ya la noche haga acto de presencia en la lírica de su temperatura. Codéese de tú a tú con las morsas, con los tiburones, con el frío del ártico y con la filigrana del dios Eolo en el más difícil todavía del espectáculo en toda regla de los delfines saltando en sincrónica coreografía. Es lo único que visitamos de esta ciudadela de la posmodernidad y la opción duró más de cuatro horas. Quizá porque la beldad y la verdad estrecharon sus manos de certidumbre.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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