Mi felicitación a modo de juego de niños



A menudo me gustaría colocarme la roja nariz de un payaso para recobrar de cerca el pálpito de miles de niños riendo en su máxima inocencia. Desandar los años, correr a toda prisa hacia atrás en sentido inverso al paso y al peso del calendario, para definirme desde la contemplación de quien zigzagueaba incansablemente por los pasillos de la travesura. Y ubicarme allí donde el corredor de cualquier amanecida dictaba jaleo de algarabías, libros de colegio, nueve menos cinco de la mañana.

A veces permutaría cuanto poseo –o no poseeré nunca- por rescatar el arco iris que coloreaba de ensueños los brincos de mi infancia. Entonces redescubriría, de nuevo, que todo amanecer finge, propone, exhala un comienzo. Acaso templaría de sonrisas el horizonte más luminoso si mis manos, como agarraderas de algodón, apretasen levemente las de cualquier chiquillo con ternura de sugerencias. En ocasiones negaría la deformación de la sociedad para rescatarme entre juguetes de remembranza. Entre signos de transparencia, entre letras escritas con lápices de cera. Entre guiones protagonizados por muñequitos de plastilina.

Pugno por hacer prevalecer las bienaventuranzas del peque que todavía gravita en nuestro interior. Porque me consta que la niñez es el estado de pureza que ya jamás recobraremos andando el tiempo. La niñez, sí, como alacena de la dignidad del ser humano. Como versificación de una empatía ignota. Como optimización del músculo cordial que justifica la creación del Universo. No existe amor más puro, más pulcro, más diáfano, que el mismo Amor acunado sobre el pesebre de la Salvación del Mundo. Hoy renacerá otra vez en las entretelas de tu corazón. ¿En las presteza de tu almario? Fíjate en la párvula mirada del Mejor de los Paridos. En su llanto de risueño semblante. En su irrevocable destino escrito en la frente. En sus pucheritos de eternidad…

Ese niño en cierta medida eres tú. Porque regresa a ti para abrazarte desde dentro, como la sangre de tu lealtad. Responde al nombre de Jesús -y yo te he recordado mientras cantaba la dicha de su nacimiento-. Y precisamente porque de ti me acordé sin atenerme a ninguna ristra de superficialidad, por eso envuelvo en pañales de semántica, en sabanillas de escritura, esta felicitación. Y así también el hallazgo de mi penúltimo convencimiento mientras he observado –lo sigo haciendo casi en penumbras- las figuras del portalillo: si los Reyes Magos existen es porque resucitan -como los payasos de las narices de goma- la ilusión de los niños. Si los Reyes Magos existen es porque todavía siguen regalándome el inmenso presente de tu amistad. ¿Jugamos a querernos para siempre? Feliz Navidad. Marco A. Velo.

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