A cuanto sé –porque la apisonadora de la Nueva Era todo lo tritura- la Navidad todavía sostiene algunas inmarchitables tradiciones. Otras –morituri te salutant- ya prácticamente están pasando a mejor vida. Ahorrémonos de inmediato el listado de aquellas numerosísimas que sí fenecieron años ha (a hombros del parapeto de la progresía). Descansan en paz bajo el señuelo de la nostalgia. Entre las que aguantan estoicamente desde nuestros recuerdos incluso uterinos, como marmolina irrompible así venteen -¡y haga estragos!- el regulín regulán de los modismos, encontramos -¡oh puntual hallazgo!- la siempre admonitoria película ‘¡Qué bello es vivir!’. Sobre su argumento y sus características técnicas ya he mojado la pluma en el tintero repetidas veces: no obstante suelo considerarme reincidente cuando la ocasión la pinta calva. Hoy nobleza obliga: la fecha me lo grita desde la luminosidad del calendario. Los hacedores del Novo Becerro de Oro no han aniquilado esta inmortal cinta del no menos inmortal Frank Capra –uno de los cineastas más sabios en el nobilísimo conocimiento de la condición humana- y aún a tiempo presente –y a las puertas del esperadísimo parto del año 2012- las televisiones continúan erre que erre con la emisión del clásico. Bendito empecinamiento. Esta obstinación nos salva de la quema: si el zapaterismo y los exabruptos de su bien resentida hueste no hicieron desaparecer de un plumazo el espíritu del pequeño pueblo de Bedford Falls, ya podemos proclamar a viva voz la continuidad de las alas de George Bailey por los siglos de los siglos en nuestras televisiones navideñas. No existe mejor metáfora de la misión del hombre encima de la textura del Planeta Tierra. Me detengo sintéticamente en la coprotagonista del film: la esposa de George. Bien mirado hallamos a bote pronto un censo casi pluralizado de coprotagonistas: el pueblo como personaje coral, el ángel Clarence, la hendidura de la banca… Pero centrémonos no tanto en el papel protagonizado por Donna Reed –empático y sublime pese a su inicial impotencia (ad impossibilia nemo tenetur)- como sí en la actriz. Quiero –incontinenti- desplegar las velas del tributo. Si Dios creó a la mujer, entonces no estaría titulando ningún largometraje de Brigitte Bardot, sino modelando con arcilla de sensibilidad el ADN de Donna Reed. Exclusivamente para el universo cinematográfico. Anduvo el Creador inspirado: ¿y cómo, rediez, no iba a estarlo? Repasad de cabo a rabo la filmografía –y la consecución de sus interpretaciones bañadas en la catarata de los más prístinos valores humanos- de esta actriz que sube hoy a mi blog como una ascensión también atemporal de la poetización de la (interior) belleza femenina.