La penúltima carrerilla de Guillermo


Su campo de operaciones se extendía a la longitud de la calle Arcos. Por allí –de Correos a la casa de Reguera, del Colmado al balcón del tío José- siempre anduvo con impotente precipitación: como si imaginariamente tuviese las rodillas unidas por un invisible cordel y los tobillos corriesen –dislocados- a contracorriente (con más ímpetu que posibles). Veloz de arranque y lento de avanzadilla: Guillermo poseía unos andares de contradanza muy de botones del París de Julio Camba que jamás llegó a conocer (ni a imaginar siquiera). Pero formaba parte indeleble, insisto, del paisaje de la mítica calle Arcos de cuando entonces. Hablo de los tiempos cimeros de la Albarizuela. Toda collación encuentra su cénit allá cuando nuestra nostalgia ya comienza a vislumbrarse en retrospectiva lontananza. Lo descubres en el ecuador de tu existencia. La autobiografía es nómada si colecciona féretros al hombro. Sabes que has vivido –lo compruebas y lo pulsas a ultranza- según el número de muertos que recopila tu expansiva –por creciente- memoria.

Hoy sumo un nuevo difunto a la tanobia, al descansillo, al rellano de este recuento con vislumbres de funeral. Era –sí- un hombre a su Hermandad pegado. Carrera arriba, carrera abajo, y Guillermo se deslizaba de norte a sur, y de este a oeste, siempre a cuatro o cinco metros de tu adolescente cotidianidad. Entre Prieta y Medina, entre Fontana y la Arboledilla. Parecía dotado de prisa, una diligencia que sin embargo poseía más energía que movimiento. Jersey celeste de pico, corbata de estrecho nudo, una calvicie de brillante experiencia, la dentadura con paletas de simpática confesión. El Guillermo por antonomasia de la Coronación de Espinas. El Guillermo de las noches del Tríptico Mariológico. El Guillermo de la madrugada previa de los Domingos de Ramos imbuido hasta las tantas en los preparativos de la salida. Conoció muchísimo –sabio en sombras- de cuanto sucedió en las entrañas de esta torera corporación que cada Semana Santa volvía sus nidos de Fe a colgar bajo unas golondrinas a modo de blanquinegras túnicas siempre revoloteando en los cielos del gozo.

Guillermo fue director de cofradía de pura cepa bajo los mandatos de los preclaros Manuel Piñero y Silverio Cabrera. Finales de los setenta, principios de los ochenta. Organizaba la cofradía a base del eterno sprint de los cuarenta metros lisos de la Cruz de Guía al paso de palio, del paso de palio a la Cruz de Guía, de la Cruz de Guía… Y así todo el enterito itinerario. Guillermo era el diputado mayor de gobierno que más peso perdía en una sola estación de penitencia. Sudaba la túnica por amor a sus colores. ¡Ay aquellos conceptos tan superados pero asimismo tan auténticos en la esencia del amor a las cosas de tu Hermandad!

Guillermo duplicaba el género de cualquier gloria en sí mismo: era una gloria (de amigo) y era ‘el Gloria’ (nuestro amigo). En la aguamarina de sus ojos azuleaba esa especie de cansancio vital cuya argamasa ya últimamente había entregado todo vitalismo. Como tirando la toalla del sobreesfuerzo. Una tristeza marchita y percutiente y castigada por la grisura de los sinsabores. Dicen que la vida no terminó de sonreírle –él, que tan risueño amanecía a diario- al margen del tótem de su sentir cofradiero. No obstante echó arrestos a las dificultades para crecerse en la nervadura de una complicidad desprovista de especulaciones. Guillermo emergía de una etapa intrahistórica de su Hermandad de la Coronación: protagonista absoluto de latido interno que diariamente palpitaba en el interior de la Capilla, Desamparados intramuros: valía su peso en oro por cuanto callaba, por cuanto accionaba, por cuanto se desvivía.

Llevábamos demasiadas lunas sin vernos, sin encontrarnos, sin reaparecernos abruptamente cruzando cualquier tramo de la calle Arcos. Biselado de lánguida mirada, Guillermo ya cruza otros senderos más ingrávidos, más algodonados, más irrequietos. Ya no necesita imprimir velocidad a sus carrerillas de hombre bueno. Porque donde ahora habita la prisa no existe. No existe el asfalto, no existe el desasosiego, no existe el sufrimiento instalado en la tripa del silencio. Pero sí existe una Cruz de Guía de sol y viento que todo lo alumbra. Sí existe una cofradía –acompasada- que no necesita orden ni simetría pues talmente está canalizada por la perfección estética de la eternidad. Sí existe un Cristo sanado de espinos y una Virgen guapa transmisora de Paz y de diálogo de tú a tú. Guillermo ahora sí que ha encontrado el significante de la gloria como apodo y como acomodo. Y, con su sonrisa ya invariable de oreja a oreja, está contándoselo en persona a Mariano Cross, a José Luis Larraondo, a Manolo Piñero, a Paco Coro…

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