Divagaciones en torno a la muerte o la prima donna del último destierro o la función post mortem de Carlos Larrañaga


Por grande que sea el barco, se lo traga el charco. ¿El charco de la defunción que es puerto de todo ser vivo? Lo escribió –en papel cuadrado como una esquela premonitoria- Ramón Gómez de la Serna: “Sin necesidad de mataros o de moriros, id con vuestra muerte. Es la compañía prescrita”.  La Parca atrapa a quemarropa sin desplumar a nadie ni tampoco devanarle los sesos a quien ignore el filo de su guadaña. Apresa, ¿calmosa o aparatosamente? ¿Haciendo filigranas de malignidad o enroscada en los melindres de la más inadvertida discreción? ¿Apoltronándose en su oficio sin beneficio? ¿Lanzándose –con nervios de acero y nunca a tontas ni a ciegas- al lugar de autos? ¡Averígualo, Vargas! ¡Toma ese rábano por las hojas! ¡Descifra la prueba del laberinto del inmoderado acecho de tan pícara y ¿consoladora? raptora. La muerte es como un teclado sin grafía. Como un abismo a oscuras sin pista de aterrizaje. Una falsía de la luz. A  menudo actúa sin previo aviso (como estandarizando –a traición y al ralentí- el jaque mate del callejón sin salida).
La muerte es una manivela constante y sonante. Sorda y muda. Un apagavelas que alcanza los cirios de todos los entierros. En su cotidianidad, en su deserción de la callada por respuesta, de la respuesta por callada, nunca da treguas a los tres cuartos del pregonero. Ejerce pragmáticamente: jamás conoció la incertidumbre del duelo vis a vis. Yace en ninguna parte para sobrecargar la suerte del cualquier espejado y despejado hijo de la tierra. Ingrávida como la cargazón de los pensamientos extraviados por el desagüe de la indubitable gárgola del olvido. Para la muerte: el prójimo significa –ya de inmediato- el próximo. Aquello tan castellano de que bicho malo nunca muere sólo queda registrado en los anaqueles del refranero popular. Rememoremos a Sotades: La muerte… “puerto de todos los mortales”. Afonía imperceptible. Todo cuanto engurruña los pliegues de la nostalgia. Todo cuanto engolondrine el lagrimal de la nostalgia.
1.      Para la muerte, como así para el buen entendedor, pocas palabras bastan. A menudo incluso ejerce una mudez de plato frío –como la venganza del colmillo retorcido-. Juega al despiste, ¿al ahorcado?, siempre eligiendo las fichas negras, la apizarrada actuación del garrotazo y tentetieso. En su adivina adivinanza nunca desciframos a priori fecha alguna. La muerte es la prima donna del último destierro. Ahora la ha tomado con la estelar generación de actores españoles. Aquellos excelsos intérpretes que se atienen –o se atuvieron- a la madurez de su septuagenaria naturaleza. Animales escénicos. De raza y de casta. Juan Luis Galiardo, Sancho Gracia, Aurora Bautista, Lina Canalejas… Y Carlos Larrañaga. (…) Carlos Larrañaga ha vencido a la muerte porque lleva en sus tripas un centón de vida, un extensísimo currículo vital, una desorbitada acumulación de vivencias. Vida, vital, vivencias suman las antípodas de la extenuación, la contrapartida del finiquito existencial, el contratiempo que la muerte encuentra, de cuando en cuando, en la médula de algunos exquisitos cadáveres nunca difuntos. Una vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir: esta afirmación la he leído y releído en la aplacadora y aplanadora obra ‘El sendero de la mano izquierda’. Carlos Larrañaga, tal Pablo Neruda, confiesa que ha vivido. Y por largo y arracimando los dietarios inéditos del fuero interno. Un actor muy virtuoso y de veras inteligente y aun prodigioso en la camaleónica adaptación de registros de heterodoxa descripción incluso psicológica. Tanta vida dentro de un cuerpo difunto descoloca a la muerte. Casi la tumba en el fragor de este conjeturable encuentro post mortem.  Carlos Larrañaga, el caballero de la alegre figura, ha desechado cualquier pompa fúnebre. Acaso porque los boatos necrológicos sólo anuncian –ya para siempre- el término de la función. Y nuestro galán todavía a día de hoy intuye –quizá por deformación profesional- que el telón posiblemente se abra después del ‘requiescat in pace’. Que el más allá comience con títulos de crédito. Que la eternidad conste de tres actos.

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