Necrológicas 2012 (II): Sylvia Kristel y José Luis Gutiérrez




Sylvia Kristel: Posó insinuante/incitante en sillón de mimbre allá cuando la almadraba de su cuerpo joven era moneda de cambio de un erotismo cinematográfico refinado y expresionista.  Besaba entonces con la hendidura de la mirada, ella tan aniñada y tan almibarada de sonrisas verticales. Tornó la lujuria carnal –el exabrupto de la libido- en acompasada tocata y fuga de la elegancia desnuda. Sus fotogramas proyectaban el barrunto de un ritual cadencioso y ablativo: el striptease de la inocencia reflejada en el espejo multiplicador del séptimo arte. Fue una muchacha en flor de los primeros setenta: década insurgente  y perturbadora de la liberación sexual europea. De tal forma se machihembró al sillón, como un engranaje de mimbre y piel, que ya bautizaría al sitial con el sobrenombre de Emmanuelle. Poltrona con seudónimo de película de culto. Francisco Umbral escribiría su más granada obra recostado en un sillonazo de semejantes características. Ha muerto Sylvia Kristel, la Mata-Hari de los entreactos del placer solitario. Supo rebañar los cuencos de la intensidad vital que, a tiro de piedra de un arbitrismo personal e intuitivo, derivó en densidad existencial. Holanda ha dado apenas ninguna actriz como ella: serpenteante candidez siempre culebreando al son de la danza de los siete velos de una sugerencia de pechos escasos y retina abrasiva como el asomo de una llama, como el dorso de una candela. No diré que ha nacido el mito porque los mitos hodiernos de seguro poseen fecha de caducidad. Emmanuelle fue mítica antes que cadáver. Su inmortalidad adquiere por tanto el carácter retroactivo de lo inacabable.


José Luis Gutiérrez: No fueron las suyas unas crónicas antiparlamentarias –como así rezaba el título del fulgurante libro de Francisco Umbral- sino una prosa documentada, con voluntad de estilo, con calidad de párrafo, con pretensión estilística, muy del periodismo riguroso y literario de la Transición. No en balde José Luis Gutiérrez cerró filas en torno a una conceptualización originaria del oficio cuya manilla del reloj marcaba las tantas de la madrugada y la garganta -propia y ajena- siempre paladeaba el sabor de la humareda y de la humorada. Fue escritor a fuer de periodista. ¿O periodista a fuer de escritor? Bailaba en la entelequia del alambre de Shiva o en el juicioso sedal de la República de las Letras. Un animal del papel prensa. Del reportaje de urgencia. De la literatura de veinticuatro horas. Produjo sarpullidos en salva sea la parte de aquellos corruptos del ramo –el lírico y el político- que cambiaban a escape honorabilidad por mangazo y sopa boba. Culto manejador del trívium de la realidad –del día a día corriente y moliente- al trasluz de una escritura ni omisa ni sumisa. Ya no pululan por estos lares cronistas de tan abrumadora estirpe. Durante un precioso –porque no cabe calificativo otro- viaje agosteño a Madrid, allá donde la Gran Vía constituye el aliviadero cultural de una actividad incesante y arborescente, E. me regaló uno de los penúltimos libros de José Luis Gutiérrez: ‘Gente rara. Conversaciones y semblanzas’. Casi seiscientas páginas del noble arte de la entrevista. De José A. Zarzalejos a Gabriel Albiac. De Armando de Miguel a Miguel de la Quadra. De Carmen Calvo a Pío Caro Baroja. De Francisco Umbral, Miguel Delibes, Fernando S. Dragó o Rosa Montero a José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero. Neutralidad y equidad de un entrevistador filosófico y opinante. José Luis Gutiérrez no ha escrito su obituario - sic transit gloria mundi- porque todavía anda con las botas puestas. Para mí tengo que mientras se debate entre el más acá y el más allá, en el ínterin, ha puesto su grabadora a funcionar para hacerle una larga y demasiado pausada entrevista a la Parca.

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