‘EL PASE DEL DESPRECIO’. ARTÍCULO DE FERNANDO SÁNCHEZ DRAGÓ
Fernando Sánchez Dragó: “No creo que quienes perpetran El Gran Debate, programa de griterío al que casi todo el mundo sigue llamando (y por algo será) La Noria, sepan gran cosa de toros, pero lo de "pase del desprecio" –en México lo llaman "del desdén"– es expresión que sola se alaba. Seguro que la entienden.
El torero vuelve la espalda al toro, deja caer la muleta y se larga. El pase suele darse por el pitón derecho, cosa que en el caso de Jordi González es imposible, pero algunos matadores lo dan por el izquierdo. Lo que nunca, en cambio, había sucedido, hasta la noche del sábado, es que dos matadores ejecuten esa suerte al alimón. Mi hija Ayanta y yo lo hicimos, y salió perfecta.
Víctor Hugo publicó 'Los miserables' en 1862. Pensé en recurrir a ese título al iniciar estas líneas, pero terminé desechándolo por anacrónico. No creo que ni Jordi ni la chica que lo ayuda hubiesen nacido en tan remota fecha, lo que disipa la sospecha de que el autor francés, al escribir su novela, pensara en ellos.
Llamé yo, eso sí, miserable –mi-se-ra-ble– al locutor del programa poco antes de dejarlo con un palmo de narices y reiteré la definición, ya en los pasillos, cuando me sacudía de las alpargatas la arena de un coso de quinta categoría en el que nunca debí prestarme a torear. A tal expresión, castiza a más no poder, recurren los toreros cuando deciden, por la razón que sea, que jamás de los jamases volverán a pisar el ruedo de una plaza que no los merece.
A la moza que lo ayuda, en cambio, le ahorré el adjetivo, aunque justificado estaba, porque siempre he sentido debilidad por las pibas monas. Si al nuevo Papa, según confesión propia, también le pasó, ¿por qué no va a pasarme a mí, que soy pecador de a pie? Lo de mona va sin segundas.
Verdad es, lo reconozco, y sé que a ese sofisma se agarrarán los citados cuando inicien su pataleo la próxima semana, si no antes, que he sido colaborador a salto de mata del programilla en cuestión. Cierto, cierto... Sólo cabe decir mea culpa y acogerme al propósito de enmienda sin el que no hay absolución ni del Papa ni de nadie. ¿Me servirá de descargo la evidencia de que lo hacía no por gusto, sino por el vil metal? Lo primero habría sido prueba de monstruosidad ética y estética; lo segundo, en días tan achuchados por la crisis como los que corren y con una nueva boca a mi cargo... En fin, en fin... ¿Qué les voy a contar? Por primera vez en mi vida gasto más de lo que gano.
Ayer, pese a ello, rompí con furia mi último contrato en las barbas de un redactor y un par de administrativas. Tengo ahora los trozos aquí delante y lo mismo los enmarco para que den fe de mi arrepentimiento. Me los traje por cautela, no fuera a ser –estaban ya firmados– que, a imitación de Bárcenas, me denunciasen por incumplimiento laboral. ¡Capaces serían!
Un buen pellizco –no diré la cifra para que los de la Red no la envidien ni mis ex compañeros de tertulia la reclamen– a tomar por saco... Beberé menos champán. Así es la vida. Pero más vale honra sin Telecinco que Telecinco sin honra, ¿no creen?
¡Total! Iba siempre renegando, mi mujer lo sabe, a un programa que acaba cuando empieza el día –¡yo, que me acuesto a las diez de la noche!– y en el que todo está organizado para que nadie pueda decir nada, excepto gritos, consignas e insultos. Siempre salía con mal sabor de boca. Seré ahora más pobre, pero dormiré más y viviré mejor.
Mi hija, en un artículo paralelo y anterior a éste, ya ha contado cómo fue todo. Poco cabe añadir.
Muchos amigos, en los días previos, nos decían:
–¡No vayáis! ¡No vayáis! Es una trampa. Os están engañando...
Tenían razón, pero caí en ella. Yo, y sólo yo, porque mi hija, más cauta, más sensata, mujer al fin, receló hasta el último momento. Creo que no deberíamos ir, papá, me decía. Hasta cinco veces hablamos a lo largo de la semana con las gentes de la redacción. El mismo sábado, a media tarde, y a impulsos de la creciente inquietud de mi hija, conseguí hablar con la directora de la redacción. Me dio su palabra de que no era una encerrona, de que jugarían limpio, de que no sacarían las cosas de su contexto, de que se limitarían a interrogarnos sobre el libro sin caer en chismes de corrala ni en maledicencia de arpías, de que la conversación sería amable, cordial, educada, afectuosa...
Ya, ya. Nosotros íbamos a hablar de literatura, de dos relatos de amor –amor de padre, amor de madre, amor de hija, amor de esposo–, de un libro de buenos sentimientos escrito por dos buenas personas para que lo lean las personas buenas y quienes quieran llegar a serlo. Ellos, no. Ellos –los miserables, el locutor sin escrúpulos y la chica mona que lo ayuda–, sólo querían volcar sobre ese libro, sobre Ayanta, sobre mí, sobre nuestra familia, sobre el niño que ese mismo día cumplió seis meses, toda la podredumbre moral que llevan dentro.
De modo que mi hija y yo, al ver lo que sucedía y antes de que sucediera, empuñamos, como ya saben, la muleta de la dignidad y dimos al alimón el pase del infinito desprecio que su conducta nos inspiraba. Ellos, cínicos hasta el fin, no sólo no se disculparon, sino que cargaron la suerte hasta llegar a la infamia de decir que lo traíamos preparado para vender más libros.
Fue la chica mona quien escupió el veneno, y luego, según me cuentan, se sumó a la calumnia una de esas tertulianas teloneras que hablan de todo sin saber de nada. ¿Su nombre? Aguante la vela: Isabel Durán, a la que tenía por amiga. Que no me salude a partir de ahora. Tampoco yo lo haré.
¡Para vender más libros! ¡Manda carallo! ¿A quiénes? ¿A los que ven ese tipo de programas? ¿A los asnalfabetos que los aplauden?
Entérense, borriquitos que tiran de los cangilones de La Antigua Noria, de que quienes venden los libros, y no hay en ello desdoro, sino mérito, son los editores, los distribuidores y los libreros. Nosotros, los escritores, los escribimos, sólo eso, y si se venden, bien, y si no, también, y si se leen, aún mejor, porque no lo hacemos por dinero, sino por vocación. Jamás he preguntado a un editor cuántos ejemplares tira de mis libros ni cuántos se han vendido. Es cosa que me deja indiferente. Me entero de las cifras cuando, una vez al año, por febrero, me llega la liquidación de los derechos. Y ni siquiera me fijo mucho en ella. Se la paso a quien me hace la declaración de impuestos, y punto sin pelota, pesebristas que hacéis ésta a quienes os sirven pienso.
Empecé hablando de toros. Taurina iba la noche. Treinta segundos después de abandonar el plató ya estaba entrando en el móvil de mi hija un mensaje que decía:
–¡Olé, olé y olé!
¿Sabes quién lo enviaba, Jordi? Pues uno de tus colaboradores. Tendrás que depurarlos.
Y enseguida llegó otro mensaje a mi teléfono. Decía: –¡Cosas así sólo las hacen los grandes!
Dispón ahora tus cañones de basura, traidorzuelo, y dispara cuanto quieras. La chusma te jaleará mientras con nosotros cierran filas los patricios. Ésa es nuestra victoria y tu derrota.
Hasta nunca. Yo me voy a beber champán para celebrarlas, pero nadie de mi familia, y Ayanta, menos, levantará la copa a tu salud”.
‘AQUÍ NO SE ENGAÑA A NADIE’. ARTÍCULO DE AYANTA BARILLI
Ayanta Barilli: “El sábado por la noche fui a un espectáculo televisivo que se llama La Noria. Ah, no, perdón, me dicen que ahora se llama El Gran Debate y que es un programa serio. Parece ser que le han cambiado el nombre para evitar el escarnio público sin renunciar al dolo privado, y así conseguir lo único que les importa: mantener las arcas llenas de un dinero que en estos tiempos a nadie le sobra.
Me explico mejor. A raíz de una entrevista que el presentador, Jordi González, realizó a la madre de El Cuco, el joven condenado por encubrir el homicidio de Marta del Castillo, los anunciantes decidieron retirar sus inversiones, avergonzados por el espectáculo abracadabrante que emitieron.
Así fue como la Noria pasó a ser El Gran Debate. Pero, en realidad, poco ha cambiado. El equipo es el mismo, el que se ve y el que no se ve, excepto una chica monísima que anda por allí y cuyo nombre también he olvidado. ¡Qué cabeza la mía! ¿Cómo se llamaba...? Creo que Sandra no sé qué. Muy mona, de verdad. Además se dice que es periodista, o que lo fue.
El caso es que el sábado por la noche mi padre y yo teníamos que participar en El Gran Debate con la inocente intención de hablar de un libro que hemos escrito al alimón. Fuimos porque nos aseguraron que nos tratarían con respeto y responderíamos a una entrevista seria acerca del libro, y no a una pantomima por sorpresa basada en la interpretación grotesca y maliciosa de algunos extractos fuera de contexto.
Ninguno de los dos queríamos asistir, a pesar de las obligaciones promocionales de turno. Y razones no nos faltaban, vistos los antecedentes del programa. Pero acabamos por dejarnos convencer tras sus reiteradas promesas.
"Aquí no engañamos a nadie". Desde luego: a nadie que no se deje engañar. Pero no será porque no lo intentan. Al llegar a los estudios de Telecinco, todo está organizado como un matadero. Entras en un túnel en el que es muy difícil enterarte de las verdaderas intenciones de los que allí trafican. Te conducen con mucha amabilidad y mucho tiento desde maquillaje hasta una sala de espera aislada, hasta que llegue el momento de lanzarte al plató y asestarte el puyazo sacrificial.
Una encerrona
Mientras se desarrollan las otras secciones en directo, van disparando rótulos a pie de pantalla para anunciar a los espectadores el suculento menú que en realidad han cocinado y pretenden servir: ajustes de cuentas, reproches impúdicos, carroña. Pero las víctimas -en este caso mi padre y yo- no pueden saberlo, puesto que los mantienen alejados de los monitores y distraídos con canapés y buenas palabras. Lo malo (lo bueno) es que yo sí me iba enterando gracias al móvil, que afortunadamente no me fue confiscado.
Cuando te das cuenta de la manipulación, suele ser demasiado tarde y ya te debates (nunca mejor dicho) agónicamente en esas arenas movedizas donde tu supuesto derecho de réplica pasa sin remedio por hundirte aún más en el cieno de la más cínica impostura, preparada a traición, subtitulada a tus espaldas y con evidente alevosía.
Nada que no me temiera, por supuesto. Por eso el sábado, cuando apenas unos segundos antes de iniciar la entrevista ya no nos quedó duda alguna de que aquello era una encerrona, decidimos marcharnos de inmediato. Privilegios del directo. Lo que vino después, está grabado. En su desconcierto, el presentador y su subalterna demostraron que no se habían leído el libro (total, para qué, si en los avances tampoco se mencionaba ningún libro), más allá de las frases que su equipo les había subrayado para preparar el espanto. Por no saber, ni siquiera recordaban mi nombre.
Bastaba con repetir hasta la náusea, o hasta abrir bien el apetito, que había una hija dispuesta a ajustar cuentas con su famoso padre en el plató de ese circo. Unos auténticos profesionales del medio. Un programa serio. Por fin, periodismo de altura y de cultura.
Lo que no está grabado y, ya puestos, bien que lo siento, es el numerito que se organizó entre bastidores. Nos retuvieron allí, nos imploraron para que volviéramos a salir a plató. Nos ofrecieron para ello todo lo que estaba en su mano: mil disculpas, el respeto que antes nos habían escatimado y, ya a la desesperada, hasta dinero: "¿Quieres dinero? Te lo damos". Aunque ellos crean lo contrario, no todo tiene un precio”.