Tempus fugit

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ el DOMINGO DE RAMOS




En esta mañana que amanece quebrando albores de primavera –como un nihil obstat de las vísperas en contradanza, como el imprimatur de la colección Espasa de todos los gozos del cofrade- he querido retrotraerme en el tiempo como también la nostalgia siempre retrocede al cénit de una vivencia ya irrecuperable. Tempus fugit. ¿Desandar los cercos, las trazas, las trizas de los recuerdos? En esta mañana de Ramos –hoy quien no estrena, no tiene manos- me bebo a sorbos la asonantada de la luz. Y todo –hasta la herrumbre de lo ignoto- cuaja en la ilusión de un niño que aún franquea ese mirífico entendimiento instalado más allá de cualquier insana realidad. Porque la infancia del cofrade es un mundo redondo que moldeamos y molturamos a nuestra imagen y semejanza, un globo terráqueo fabricado de gotas de cera cuyo espacio sideral manejamos en la semicircunferencia de nuestras manos infantiles.
Hago mía –al modo copernicano- la teoría del eterno retorno. Y vuelvo a las lindes del ayer inmediato. Y reescribo, férvidamente, la sementera de cofrades que ya comparecen en las balconadas de un cielo trufado de certezas. Allí se arremolinan aquellos arcángeles de las cofradías de este domingo de palmas y olivos: ¿no reconoces, así a bote pronto, a Lete, a Diego Conde, a Paco Ruiz-Cortina, al hermano Tomás Bengoa, a Manolo Piñero, a Mariano Cross? A quien no distingo todavía -¡ay esta ceguera del desconocimiento de quién fue quién en la Semana Santa de Jerez!- es a Paco Coro, alma mater de esa corporación de golondrinas blanquinegras con duendes de torería. Estará quizá encerrado en las sacristías del más allá vistiendo junto a José Luis Larraondo a la Paz del Mundo con blondas de pureza.
En el supremo repeluco de una Semana Santa que comienza –alfa y moratoria de este sentimiento indómito capaz de romanizarnos en la jerezanía del duende y el abolengo- quiero hoy saborear el bocatto di cardinale del festín de los nombres propios. Y rememorar, verbigracia, a Juan Peña Tejero. El carpintero de ojos claros que tanta lotería de la Hermandad del Transporte vendió a lo largo de su bonanzosa existencia. ¿Recuerdas, Juan, aquellas convidadas a cafelito caliente y tostá con manteca amarilla, ora en La Vega ora en el Restaurante San Francisco, allá cuando abríamos a la ciudadanía –al alba sería, Cervantes dixit- el ingrávido besamanos del Divino Nazareno Franciscano y narrabas –fértil de bonhomía- tus viejos tiempos de amistad con Manuel Martínez Arce, José Soto Ruiz, Manuel Tamayo Merino, Sebastián Santaolla y Romero-Valdespino? Quizá este Domingo de Ramos, Juan, se debata entre la indecisión de un cielo encapotado de olvidos o, antónimamente, el celeste nirvana de la Gloria. Por cierto, si nombramos al Gloria, no podemos ni por asomo olvidarnos -¿verdad que sí, Juan Luis Jaén?- de Guillermo el de las carrerillas de la cruz de guía al paso de palio en cortejos en blanco y negro presididos por don José Rodríguez Jiménez, el cura de San Pedro,  Silverio Cabrera, Manolo Liaño…

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