El tiempo es oro. Oro como el ensalzamiento de un disperso ideario. Ideario de aquel dédalo de recuerdos televisivos. Televisivos como la retranca del ayer menos inmediato. Inmediato como estrago de la noticia fúnebre. Fúnebre como los escarceos de la tangencial garganta. Garganta que rompe todos los correlatos de una voz. Voz cuya modulación también silencia otra muerte. Muerte, sí, del celebérrimo Constantino Romero. Romero que ya no huele a su arborescente tiempo. Tiempo que es oro en la necrológica de un hombre elegante y ya jamás pasajero.