Sudores fríos, melancolía y mediocridad. Un artículo de Manuel Hidalgo

Por Manuel Hidalgo

En el inminente Festival de Cine de Cannes se va a mostrar una versión restaurada de Vértigo, cuando se cumplen cincuenta y cinco años de la obra maestra de Alfred Hitchcock. Confiemos, pese al ventarrón en contra, en poder ver pronto en España, y en pantalla grande, esa prodigiosa película que, entre sus muchas virtudes, contaba precisamente con una extraordinaria belleza plástica, con un magnífico, limpio y potente uso del color, lo que se habrá potenciado tras las tareas de restauración.

Mientras tanto, tenemos la oportunidad de leer, acaso por vez primera, Sudores fríos (RBA), la novela de Boileau-Narcejac en la que se basó el cineasta británico, quien cambió muchos detalles y circunstancias del libro.

El manido asunto de las diferencias de calidad entre una novela y su adaptación cinematográfica encuentra en este caso un infrecuente campo de discusión. Lo habitual es denigrar la película como inferior al libro, pero ante Vértigo tal consideración es imposible.

Por el contrario, la persistente genialidad de Hitchcock ha llevado a un cierto menoscabo de la novela de la pareja de escritores franceses, que ya habían mostrado sus cualidades en el relato que dio lugar a Las diabólicas (1955), la no menos magistral película de Henri-Georges Clouzot.


Pierre Boileau y Thomas Narcejac revolucionaron los planteamientos de la “serie negra” francesa y europea, pero su copiosísima producción y su anclaje durante cuatro décadas en una literatura de vocación popular y muy golosa para el cine acabaron por difuminar la valoración de las altas propiedades de su escritura.

Es estéril y bizantino discutir sobre si Vértigo es superior a Sudores fríos, y sostener la idea opuesta parecería hoy una provocación. Sin embargo, es más interesante recomendar, sin más, la provechosa lectura de la novela y ponderar, sin ánimo de comparación, sus atractivos.

Sudores fríos es un relato verdaderamente negro y pesimista, sin duda fruto del momento histórico, de la profunda herida y del no menor desánimo provocados por la Segunda Guerra Mundial. En tal sentido, su negrura y desesperación guardan algún punto de conexión con los postulados de los existencialistas, contemporáneos del libro.

La novela tiene en su historia de “amour fou”, de amor más allá de la razón y de la lógica aceptables, su más briosa fibra y, en esa veta, entronca con la sensibilidad de los surrealistas. La pasión, la obsesión y el trastorno del protagonista por la enigmática Madeleine, que le llevan a la decadencia y al abismo, está detallada en el libro con gran minucia, produciendo un agobiante efecto sobre el lector.

Por último, Sudores fríos -como otros libros de Boileau-Narcejac- bebe claramente de las fuentes del romanticismo y del goticismo, de ahí temas y motivos como la presunta abducción de Madeleine por una bisabuela muerta -y su tumba, y su retrato en un cuadro-, la doble personalidad -o, si se quiere, el tema del doble-, la posibilidad de la reencarnación, la vida más allá de la muerte o, de otro modo, la figura del “no-muerto”. No están tan lejos Poe y algunos cuentos terroríficos de Stevenson.

Elijo otro asunto para la cita. El abogado y expolicía Roger Flavières, además de padecer de un problema severo y determinante por su miedo a las alturas, es un hombre melancólico -en toda su dimensión clínica-, afectado por la conciencia de llevar una existencia vulgar y corriente, desesperanzada y sin propósito. Es eso lo que incentivará su entrega a la causa de Madeleine, que, pese a todos los riesgos que comporta, se le aparece como una ocasión de acercarse a algo absoluto, a un fin que vale la pena porque le hará salir -¡y de qué manera!- de su rutina.

Pero vuelvo a dar un pequeño giro. Flavières ha hecho sus pinitos con la pintura y sabe tocar el piano: “lo suficiente -se dice- para envidiar a los virtuosos. Era de esas personas que detestan lo mediocre sin ser capaces de elevarse hasta el talento”.

Esas pequeñas cualidades que no sirven para remontarse a la altura apetecida, esa capacidad de identificar y odiar la mediocridad con la conciencia, sin embargo, de no poder desempeñarse con arreglo al auténtico talento... He aquí los ingredientes de un soterrado drama existencial muy frecuente. Y muy específico, probablemente, de quienes, como críticos o creadores, se dedican al arte, a la cultura.


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