Siempre he perdido pie con el cine de autor. Con la obra de culto. Con la creación como poética de una arrítmica delectación narrativa, como fundamento de la épica artística, como método de autoconocimiento. El cine no se sostiene sobre los berenjenales del mensaje social –berenjenales porque algunos mandamases de la industria del séptimo arte andan empecinados en el impenitente erre que erre de la utilización política-. El cine es experimentación o fatídicamente no será nada. Puro bluf. La muerte de Elías Querejeta me reconfirma en mis gustos primigenios. Subsiste una mirada no profunda sino diagonal de la realidad. No transposición de los parámetros visibles: más bien redefinición del otro porqué de las cosas. En la producción fílmica de Querejeta subyace la profusa y minuciosa –nunca artificiosa- imaginería de cualquier verdad incluso onírica. Esos fragmentos del convencimiento propio que el espectador enseguida reconoce sin ni siquiera haber apelado a confesión tácita ninguna. Algo así como la catarsis interna de una objetivación externa. Para mí tengo que la muerte –esa trama surrealista de moldes insospechados- también ahora reiniciará su montaje de secuencias y fotogramas con calidad de escena. Nunca antes como ahora un obituario viene regulado por la producción directa de quien se sabe vivo en la claqueta y muerto en el entierro.