La fuerza motriz del destino a veces se decanta por un reguero de obituarios poliédricos. La saña de lo inadvertido concatena caprichosamente con la sangre inocente. No late ninguna profetizada salvaguarda retrospectiva. El siniestro ha acontecido a velocidad de relámpago. Ni un suspiro aliviador en el entretiempo del descarrilamiento. Como un menoscabo de la habitualidad, la luz se torna sombra; la tonalidad, grito; el vaivén, lanzadera. Nada es eluctable entonces, todo será elegíaco a partir de ahora. Miradas que –atónitas como la irregular fluctuación de lo efímero- giran en las vueltas de campanas de la incertidumbre. La morfología de la expiración asoma allá dónde cientos de pasajeros atisban el final de sus días como un epílogo insustancial e irreversible. La ruleta de la suerte –esa ficha caprichosa que no baila nunca en las casillas de la predicción más razonable- extravía las fumarolas del raciocinio. Humareda de necrológicas palidece la abstracción del horizonte. Cuerpos inadvertidos que flotan –ingrávidos, exangües, abotagados- en los vientos de esta inercia iracunda. Allá donde la demolición de la vida reagrupa toda clase de infortunios. ¿Quién ha osado reescribir la página siniestra de una travesía con presumible y prevista y anunciada desembocadura a la alegría? ¿Quién gustó de acurrucar en un amén la hilera de tantísima gente malherida? ¿Las retorcidas andanzas de la fragilidad de nuestra existencia? ¿Los giros copernicanos de los repentes más endrinos? Billete de ida (al túnel de un insípido final sin tregua). Viaje a ninguna parte, sistemática depauperación de la ya voladiza esperanza. Nadie pudo entregarse a la dignidad de la despedida. Nadie siquiera a la asimilación de la muerte. Unos, pasto de recuerdos; otros, renacidos –indemnes e incluso ilesos- a la luz prenatal de un brumoso comienzo. ¿A do fue a parar tan rodadiza tragedia? ¿A qué subrepticios trazados de la mala –nefanda y nefasta- ventura? Un hálito joven fenece bocabajo mientras la nada besa en balde las piedras de cualquier lágrima seca. Los raíles del día a día han desestructurado el blancor de la penúltima aguada. El anuario del verano no habría de sostener este breviario del silencio que –sin patente de corso- adormece a los vivos. ¿Alguien desatendió el manual de la prudencia? ¿La profesionalización a tiempo? ¿Dónde estriba la letra difunta: en el santiamén de la desaceleración no ejecutada? ¿En el fuego maligno del cortocircuito técnico, en las apresuras de la peor inadvertencia? He aquí –campando a todas sus astrosas anchas- el catálogo de la tribulación corporativa: biografías truncadas por el cuchillazo atroz de un tren hecho añicos. Como el estrujamiento de aquellas sonrisas que –fluctuantes como pompas de jabón- subían a los cielos de la eternidad entre vagones destrozados y una sierpe de dolor que ya imparablemente zigzagueaba de alma en alma como castigo que lleva y trae el diablo.