La serie ‘Frágiles’ o la ventilación de todos los subterfugios del aprisionamiento psicológico

El hombre del siglo XXI-esa rara avis que adolece de serias averías en su propia sincopada autoafirmación- está cargado prejuicios. Carece de desenvoltura porque tienta a diario todas las afrentas de la monomanía. Suele disfrazar sus turbaciones de cierta aparente altanería -ese paródico engreimiento que a menudo alcanza la más ingrata manifestación de la insolencia-. Se trata, a fin de cuentas, de un metódico mecanismo psicológico de defensa. El prejuicio matrimonia con la inseguridad y la inseguridad se desposa con una indefendible irresolución de la rebeldía contenida. El hombre del siglo XXI no cultiva los parámetros de la liberación. Se aclimata –acomodaticiamente- a los cinceles de las personalidades en serie. Prefabricadas según los falsos paradigmas de un idéntico patrón. No practica la libertad de costumbres sino la esclavitud de las usanzas impuestas. No nada a contracorriente: más bien ejercita la irrespetuosa mediocridad del alma en pena con envoltura de dogmático sabiondo. El hombre del siglo XXI no se distingue por su discreta bonhomía; muy al contrario: por su rabieta golfería. Si acostumbrásemos a intercambiar –a modo de dietario abierto- nuestras muchas secretas dubitaciones por lo común privadas e incluso privatizadas, la sociedad colocaría una mayúscula universal en la primera letra de la palabra –del concepto, de la quimera, del gueto, de la meta- ¡Humanidad’. Por esta viable razón defiendo ultranza –me suscita adhesiones innatas- la teleserie ‘Frágiles’. Los personajes obedecen a un boceto nunca fingido de nuestro yo cuando dialogamos en soledad con aquel intruso irrequieto que hemos dado en llamar fuero interno –ese doble, ese clon, ese desdoblamiento que nunca da la cara porque está empecinado en hacerse con la nuestra-. En ‘Frágiles’ los diálogos se concatenan con la expresión del desahogo. Algo así como la exoneración de la a veces perdurable lucha de contrarios que habita dentro de cada cual. Santi Millán afronta su mejor rol desquitándose a la chita callando de su arquetipo humorístico poco afortunado hasta la fecha. Algunos actores nacen en el anverso del encasillamiento. Santi Millán –escuchimizado de semblante- ahonda en la elocución de un confesionario proclamado urbi et orbi. El hombre del siglo XXI es frágil o no será hombre. Una fragilidad que cobra entereza en el compartimento –en el exorcismo dialogante- de la sinceridad menos taimada. Esta serie refresca las noches del verano porque ventila todos los subterfugios del aprisionamiento psicológico. Por cierto: prometedor debut interpretativo de Almudena Cid, esa muchacha polifacética capaz de doblegar todas las plusmarcas del más difícil todavía.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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