‘La rodilla de Clara’
Por arte de birlibirloque –o por mor de la maniática casualidad- llegó a mis manos sendas programaciones de Cine de Verano que El Puerto de Santa María –ese sanctasanctórum de la ambientación veraniega hoy recobrado como animoso punto de encuentro nocturno- regala –el que las sabe, las tañe- a los cinéfilos de entendederas fúlgidas como los chorros del oro. La cultura portuense no se exterioriza entonces jalonada de peripecias: la nunca aceptable indolencia programática da paso a una especie de sesiones de culto, de convocatorias de autor, cuya resultante configura una cartelera alternativa. ¡Ultreya! La opción no desazona ni medra al espectador menos autosuficiente. No proponemos cine ensayístico de enredaderas aleccionadoras. La canícula, estas noches de fresco escondido, requiere otra distensión acaso menos sesuda. El fotograma ahora recrece asido a los anagramas de la evasión. El cielo estrellado como techo de oxígeno y alivio: la pantalla como una cuadratura impredecible que torna la realidad por ficción (o viceversa según adocenemos nuestra indomable capacidad imaginaria). ... El caso es que hace un par de semanas –días antes de mi venturoso viaje por tierras portuguesas (Coimbra, Los decolados, Sao Tiago, Portalegre, Sertá, Luso, Bussaco, Oporto, Tomar…)- recalé de nuevo en el Cine de Verano de un Puerto de Santa María que logra reinventarse por trechos a medida que reactiva las articulaciones de sus mismas genuinas señas de identidad. “Volver a ser aquello que fui”, cantaba con arrobo y denuedo el poeta. También con extasío de lírico que desecha la acústica de todas las anteriores cajas destempladas. Arribamos en buen puerto: patio de San Agustín, público creciente de asistencia, afición inédita hasta la presente por unos fotogramas nunca novedosos ni tampoco noveleros, fresquito que agradece casi al alimón la concurrencia y un pantallón capaz de envolvernos a las primeras de cambio en los misterios a menudo inescrutables del séptimo arte. Aquí todos pinchamos y cortamos en la justificación receptiva de este espectáculo enseguida envolvente y –tratándose del cineasta que de hecho nos trata- asimismo moralista. ... Y es que ‘La rodilla de clara’ forma parte de la serie de filmes de Eric Rohmer denominados como ‘cuentos morales’. Muy al contrario de cuanto a golpe de ojeada pudiera parecer, afirmemos dos aseveraciones muy bailongas: a) el Puerto de Santa María regala –a buen entendedor…- cine de calidad de la marca Rohmer (¿una rara avis en el panorama cultural provincial tan dado a veces a la manufacturación del ocio mondo y lirondo?) y b) los cuentos, cuando se sustentan en la escritura preciosista de su mensaje/enseñanza, naturalmente devienen en moral. El cine de Eric Rohmer es un consultorio gratuito e indagador según las confesiones psicológicas de una sexología trufada de represiones y liberaciones (depende el avance del metraje). Sus cuentos morales –las películas que pertenecen a tan aplaudido grupo o subgrupo- fueron rodadas durante la segunda mitad de la década de los sesenta (ese karaoke del pensamiento libre). La expresión de los sentimientos evoluciona –carente de música de fondo, ausente de banda sonora- en la alambicada sordina de un diálogo tan espontáneo como constreñido a la misma circunferencia relacional: la acción del individuo operada a través de aquellos canales menos pródigos que desafían incluso los resortes de la propia voluntad. Reflota consiguientemente la verbalización de lo sutil, el impasse de la trama, el raciocinio de las sensaciones más puras y descascarilladas. ... Los ‘cuentos morales’ de Rohmer redactan la apología de la autoafirmación personal a partir de la conquista de un imposible: el hit del deseo fetichista no como contacto carnal sino como aventura procesual, como pleito entre el atrevimiento, el arranque, la consagración y la etiqueta de lo pecaminoso, la barrera del procedimiento obsceno, el parapeto del gesto indistintamente inmoral. Clara, su rodilla, encarna la cúspide de un apetito no necesariamente libidinoso sino la acaricia de una efímera –dominada entonces por el tacto- perfección de beldad, la belleza entregada en el hurto (¿heteróclito?) del instante. Esta película por supuesto asume la estructura triangular clásica de Eric Rohmer: hombre y dos mujeres (mientras el primero busca a una de ellas, en la dinámica del intimismo menos relativizado, encuentra azarosamente a la segunda para –después de enrolarse a la poesía del galanteo o el desprendimiento- regresar de nuevo a la mujer primigenia). Algo así como la invicta perduración de las entreguerras existentes entre dos amores furtivos y heridores como la acechanza de un recuerdo, como el derrame de una nostalgia que besa a destiempo las improbables calendas de una vida atada a la caídas del olvido. Caídas que a veces hieren la rodilla de la más inocente (¿e ingenua?) protagonista.