Tiempo ha que no me dejaba caer por estos lares hermanándome a la añadidura de la reseña cinematográfica. Tampoco pretendo hoy –ni de soslayo ni frontalmente- resellar la moneda de la crítica canónica o, en el más enmendable de los casos, ortodoxa. Permítame el clemente lector –la clemencia es vigor de sabios- suscribir cuatro o cinco criterios nunca intrincados ni displicentes. Me atengo a una además lúdica querencia nada pretenciosa: la de adentrarme –e incluso colarme de hoz y coz- en esa Torre de Babel que suele ser el así rutinariamente denominado libro del gusto -cuyo contenido, al decir del procomún y no de Tolstoi ni de Cervantes ni de Platón, permanece per (omnia) saecula saeculorum en blanco-.
Tres apuntes a pitón pasado…
El primero: la película ‘Caníbal’. Si no tuvieron la sesgada o sosegada oportunidad de disfrutarla en el alborozo de la sala oscura y ni tampoco manejaron la economía suficiente como para apostarla y aportarla al vigente elevadísimo precio de una entrada de cine (y no me abstraigo en el burladero de lo meramente teórico), alquílenla ahora en su videoclub más cercano y/o por ende más económico. No le dolerán prendas. Es apuesta doble contra sencillo a caballo ganador. El filme analiza cómo -¿albarda sobre albarda?- el mal puede campar a sus anchas, disimuladamente y sin apenas ningún indicio de su mínima existencia al acecho, en cualquier parte del diablo mundo. Incluso dentro del ser menos sospechoso que pulule a diario tan próximo a nosotros como la sombra –disimuladora sombra- de la inocencia. Una pauta de conducta a ojos vistas normal no exime la peligrosidad en ciernes. El director Manuel Martín Cuenca alude sin empacho –y con certera definición- a “la historia de amor del demonio”. Antonio de la Torre, un actor in crescendo, capaz de interpretar plurales registros, serena la amoralidad aberrante de quien asesina por pura bulimia pasional. ¿Sacrilegio de la ancha es Castilla de los secretos menos confesables por delictivos y también por ajenos a la trivialidad del remordimiento latente en la sesera de un hombre apocado, introvertido, miniado de tráfagos sentimentales? La ausencia de banda sonora -¿puede considerarse el silencio la banda sonora de una muerte con textura de filetes congelados?-, Granada como entorno de la secreción del crimen insospechado, la penumbra de los tabúes del desamor o de la fallida intercepción del deseo. ‘Caníbal’ nos retrotrae a la noticia inadvertida que tiñe de sangre y desapego a la España profunda. Algo así como el tetradecasílabo de la monotonía vecina. O el diccionario secreto –en compunción de dietario- de la encarnación caní de Lucifer. La escena de la tortura –mental, desnuda, agónica- desprovista de dolor de la chica en la orilla letal de la playa –el clímax de nerviosidad y ahogo- se me antoja de una sustantiva maestría audiovisual.
Segundo: ‘Carrie’. Para quienes nos consideramos por méritos ajenos –las de aquellos fogosos profesionales del cine de los años setenta- admiradores impenitentes de Brian de Palma no podemos por menos que menospreciar este remake fechado a 2013 cuya filmación trunca cualquier básica aspiración cinematográfica. La digitalización del terror adquiere aquí destemplanza de resaca sensorial. Una escenificación indigna de la mera presencia siquiera salvadora de Julianne Moore. Los trotes y los galopes de los efectos digitales malversan los fondos otrora literarios de la laureada obra de Stephen King. No es el primer remake malogrado de ‘Carrie’/ Sissy Spacek de 1976. Una engañifa embadurnada de tomate kétchup.
Tercero: ‘Ocho apellidos vascos’. La reutilización del humor –ese silogismo inefable- para aliviar incluso tensiones territoriales entraña un indicio nunca basculante de clarividente inteligencia. Si esta película exagera –cuestión harto dudosa e incluso discutible- discontinuamente sobre tópicos, la prestación y la consecución visual resultante logra atenuarlos en clara apuesta por la relativización de esos aferrados y obtusos chovinismos que a menudo fracturan las relaciones humanas entre los españolitos de a pie por el simple martilleo de la costumbre –a menudo burda e incluso burlesca- de confrontar gentes de aquí, como diría Forges. ‘Ocho apellidos vascos’ –vis cómica aparte- es una metáfora del amor infrecuente entre comunidades autónomas demasiado constreñidas al discurso dominante -¡y cainita!- de esta patria nuestra que algún avisado escritor viene denominando como Vandalia. ‘Ocho apellidos vascos’ renace así a contracorriente. Una obertura sin música que opera desde el lenguaje de las entrelíneas. Nadie busque una paráfrasis de mera comedia oportunista. El reparto actoral planea con incluso insultante naturalidad sobre una puesta en serie en la que Karra Elejalde demuestra por enésima vez la calidad de su rigor interpretativo. Y una penúltima coda: si una de las primigenias funciones del cine estriba en la evasión del público espectador –como brebaje de divertimento y comicidad-, ‘Ocho apellidos vascos’ ha constituido un bálsamo de relajación mental y de distensión social en esta España tan hinchada de reproches institucionales, dogmatismos de bajo copete y estrés de pluriempleados o desempleados sin mayor horizonte que la flauta ya insonora de la colectiva desolación.