El Académico Correspondiente de
la Real Academia de San Dionisio Alberto Manzano Martos dictó la ponencia
‘Crisis económica: dilema y perplejidades’ enmarcada en el ciclo ‘Economía y
Sociedad’
La
Real Academia de San Dionisio de Ciencias, Artes y Letras celebró en la tarde
noche del pasado jueves y en su sede social de calle Consistorio número 13 una
nueva sesión de su ciclo ‘Economía y Sociedad’ protagonizado en esta ocasión
por el Académico Correspondiente Alberto Manzano Martos, quien dictó la
ponencia titulada ‘Crisis económica: dilema y perplejidades’. El ponente fue
presentado por el Académico de Número, coordinador del presente ciclo y Vicepresidente
de Artes de esta Real Academia de San Dionisio Juan Salido Freyre. Destacamos a
continuación algunas de las reflexiones y aseveraciones de la brillante
ponencia de Alberto Manzano:
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Hoy, siete años y medio después, parece claro que nuestra economía está en una
clara senda de recuperación: el PIB creció en 2014 un 1,4 por ciento; han
mejorado en mayor o menor medida un buen número de indicadores económicos; la recaudación
de impuestos se ha incrementado en un 4,3 por ciento; y el empleo computado por
la EPA ha aumentado en 433.900
personas. Las previsiones para 2015 son optimistas. La Comisión Europea ha elevado
hasta el 2,3 por ciento su estimación de crecimiento de la economía española, y
augura que el paro descenderá hasta el 22,3 por ciento. El servicio de estudios
del BBVA, más optimista, que eleva su estimación de crecimiento del PIB hasta
el 2,7 por ciento. Sería injusto no reconocer que este cambio de tendencia en
la evolución de nuestra economía se debe en gran parte a las medidas adoptadas por
el gobierno actual, eficazmente ayudadas por las oportunas intervenciones del
Banco Central Europeo.
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Pero haber dejado atrás la recesión no significa que hayamos salido de la
crisis. Además, la situación de nuestra economía es aún muy frágil. Seguimos teniendo
un fuerte endeudamiento externo (1,7 billones de euros al cierre del tercer
trimestre de 2014), la deuda pública contabilizada conforme al “procedimiento
de déficit excesivo” representa el 96,8 por ciento del PIB, pero las
obligaciones totales del sector público superan el 140 % de dicha magnitud; y
tenemos una cifra de paro que, aun corregida en parte por la economía
sumergida, constituye sobre todo un drama humano insufrible y un factor de desintegración
social.
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Por otra parte, el crecimiento de nuestra economía está impulsado por dos
factores positivos ajenos a la capacidad de decisión de nuestros gobernantes:
a) Un precio históricamente bajo del dinero, propiciado por las decisiones del
Banco Central Europeo, la enorme liquidez de los mercados, y la recuperación de
la confianza de los inversores en España. Y b) Un precio anormalmente bajo del
petróleo que reduce nuestra factura exterior y repercute a la baja en nuestros
precios anteriores.
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A ello habría que añadir la depreciación del euro frente al dólar, que puede
favorecer el incremento de nuestras exportaciones a países ajenos a la Zona
Euro, la operación de compra de deuda puesta en marcha por el Banco Central
Europeo, y las mejores expectativas de crecimiento de los países de la Zona
Euro.
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El riesgo más importante de nuestra economía es su dependencia de los flujos financieros
que están entrando en nuestro país a través de la compra de deuda pública y
privada, y de las inversiones de los extranjeros. La retirada de esos flujos nos
devolvería a un escenario muy difícil. El otro gran riesgo es la inestabilidad
política. La dureza de la crisis ha generado una enorme fractura social. La crisis
ha incrementado el número de desempleados en casi cuatro millones de personas.
Muchas de ellas no tienen esperanza de encontrar un nuevo trabajo, y muchos
jóvenes no han tenido la oportunidad de acceder a su primer empleo o de
encontrar una ocupación profesional acorde a sus capacidades. Otras personas
han visto minorados sus ingresos y sus expectativas económicas, y han tenido
que reducir su nivel de vida.
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En definitiva, se ha producido un grave deterioro de la clase media en que se
asentaba nuestro sistema democrático, a lo que se unen el desaliento de la juventud
y la explosión de casos de corrupción, que han puesto de manifiesto las
deficiencias de un sistema político que se ha ido alejando del espíritu con que
se elaboró la Constitución de 1978.
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La deuda externa de nuestro país se elevaba al final del tercer trimestre de
2014 a 1,7 billones de euros, equivalentes a más de 1,6 veces nuestro PIB. Esta
cifra es prácticamente idéntica a la que teníamos en 2012, aunque con una
composición diferente: se ha reducido el endeudamiento externo del sector
privado, pero ha crecido el del sector público. No hace falta ser economista para
saber que endeudarse en exceso es muy peligroso, y más aún si lo hacemos para
gastar más y vivir mejor, para prolongar negocios no viables, o para hacer
inversiones faraónicas que no van a producir rendimientos suficientes para
devolver lo que han costado. Lo normal es que nuestras disponibilidades de tesorería
no coincidan con lo que tenemos que ir pagando por intereses y amortizaciones, y
tengamos que conseguir nuevos créditos o negociar con nuestros acreedores una
renovación o prórroga. Nuestros acreedores pueden considerar que ya no merecemos
su confianza, o pueden acceder a nuestras pretensiones pero cobrándonos
intereses mucho más elevados. Esto es lo que nos ha ocurrido a España y a los
españoles, y ésa ha sido una de las principales causas de que la crisis nos
haya golpeado con más dureza que a otros países de nuestro entorno.
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Es razonable, por tanto, que el gobierno haya subido los impuestos, aunque no
nos guste, más aún cuando nos había prometido lo contrario; es oportuno que se
corrijan las deficiencias de nuestro sistema fiscal para hacerlo más equitativo
y eficiente; y es necesario actuar con mayor eficacia para erradicar la elevada
elusión fiscal. Pero no es razonable pensar que se va a poder eliminar a corto
plazo el déficit público solamente aumentando más los impuestos, que ya son muy
elevados para la mayoría de los ciudadanos. En una economía libre, los
impuestos excesivos y elevados son incompatibles con el crecimiento económico:
limitan el consumo y el ahorro, y ahuyentan al capital y al talento, que
buscarán refugio en otros países. Por tanto, la mejor manera de defender
nuestro estado del bienestar es hacerlo sostenible con una carga fiscal
razonable para los ciudadanos, y ello exige que el sector público se administre
eficientemente, y que los ciudadanos lo perciban así.
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Nuestras administraciones públicas han realizado en estos dos últimos años un
gran esfuerzo para recortar su déficit, pero me resulta difícil pensar que se
ha corregido totalmente la situación generada por muchos años de exuberancia de
ingresos, que ha permitido una proliferación también exuberante de actividades,
órganos, gastos e inversiones que no eran estrictamente necesarios, que no
pueden ni deben mantenerse en el futuro, y que han sido el caldo de cultivo
perfecto para la corrupción.
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La austeridad no debería identificarse exclusivamente con los ajustes, ni
considerarse una medida coyuntural, sino una norma exigible con carácter permanente,
especialmente cuando se administran recursos ajenos. Y esto vale tanto para las
administraciones públicas como para la economía privada. Los países más
avanzados de nuestro entorno, aquéllos que se nos proponen como modelos a seguir,
son los que gestionan sus recursos, tanto públicos como privados, de forma
austera y eficiente. Las empresas que perduran y prosperan son también aquéllas
que gestionan sus recursos de forma austera y eficiente, para poder ofrecer a
sus clientes productos y servicios de calidad a precios competitivos. Pero,
para ser eficientes no basta con ser austeros, sino que hay que utilizar bien
los recursos disponibles. Por tanto, tendremos que concentrar el empleo de los
recursos públicos en la financiación de lo que es realmente importante
(educación, sanidad, pensiones, seguridad, protección de quienes no tienen
posibilidad de cubrir sus necesidades básicas), y en inversiones y gastos
productivos que fomenten efectivamente el crecimiento sostenible.